jueves, 21 noviembre 2019. Una señora habla y habla de una antología de poemas (se supone que es la antóloga). La sala parece un dormitorio de una casa de pueblo al que hayan apartado a un lado los muebles. El público no presta demasiada atención. Cada uno está sentado como puede, incluso algunos mirando hacia la pared. La antóloga dice que lea mi poema. Me da el libro, pero no está cosido, se me desbarata entre las manos y además mi poema no aparece. Me da una táblet para que busque mi poema página a página. El público comienza a marcharse. ¿No sería mejor ir a la página?, pregunto. Un chico, desde una habitación contigua, dice que no, que se borrarían todos los archivos. No me lo creo, voy a buscar página y, efectivamente se borra todo. El chico se ha echado un mantel sobre las piernas, a modo de mantita. Le digo que tenemos un mantel igual pero en verde (este es azul y rosa). Pues iré a comer a vuestra casa para hermanarlos. Le digo que no me gustan las visitas. Eso lo veremos, responde. No sabes lo dura que puedo ser con estos temas, zanjo, dejo la táblet sobre una cama y me marcho. Mi madre desde otra habitación me pregunta de qué iba mi poema. Luego te lo leo en casa, le digo. La calle parece Londres y está llena de gente. No se puede caminar porque hay mucha basura acumulada y farolas en mitad de las aceras. Llego al parque (de Málaga). No hay semáforos, el tráfico se entrecruza a lo loco. Quiero coger el bus para irme a casa, pero es imposible cruzar si que te atropellen. Mientras espero en la acera, frente a la parada de autobús, van llegando distintas líneas. Que me dé tiempo, que me dé tiempo, que me dé tiempo, digo como si rezara.