sábado, 16 noviembre 2019. Oeste y yo hablamos de unas fotos que hice hace muchos años. Los retratados miran directamente al objetivo. Oeste me pregunta si sé lo que estaban pensando en ese momento. Lo sé, querían comerme. ¿Y te comieron? Sólo una vez: me comieron el corazón, pasé todo un invierno sin corazón, pero lo recuperé en primavera, le cuento. Mientras hablamos él no está (como si lo hiciéramos por telepatía) y yo camino por una ciudad que parece Venecia, pero con el agua sobre mi cabeza, es decir: como si la ciudad completamente inundada fuera el cielo y todo ese líquido se mantuviera ahí arriba, sin dejar caer una gota. De vez en cuando pasan flotando sobre mi cabeza estatuas de mármol.
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Estoy en lo que se supone es la casa de mis padres aunque no se parece en nada. Le pregunto a mi hermana qué talla de sujetador usa porque le sienta muy bien. 700 dice. El mío me queda pequeño, así que busco en la bolsa del reciclaje la caja y la etiqueta para cambiarlo por una 700. Encuentro periódicos muy antiguos, fotos en blanco y negro, cuentos infantiles de los años 40 y tarjetas perforadas de las que traía mi padre del trabajo. Pienso que mi padre ha tirado todos sus recuerdos. Los cuentos son preciosos, muy pequeños con la letra diminuta. Hay varios con forma de instrumentos que enseñan solfeo, otros con formas de árboles que enseñan biología. Hay una foto de una chica rubia muy guapa sentada en el un prado. Pienso que quizá fue su primer amor. No comprendo cómo ha podido tirarlo todo. Según voy encontrando lo escondo bajo un cojín para llevármelo a casa.