lunes, 11 mayo 2020. Estoy en una iglesia, hay mucho trasiego, parece que va a empezar la misa. Veo cómo una chica mira a su alrededor para salir de allí. La sigo. Llegamos al servicio, pero está ocupado. Otra chica se cuela, abre la puerta antes de que nos de tiempo a decirle que hay un tipo dentro. La chica sale avergonzada, pidiendo perdón. Pienso que no me gusta que el servicio sea unisex. Cuando me toca entrar, el servicio es una habitación enorme, mal encalada y vacía. El inodoro está al fondo, en un rincón, inestable sobre dos ladrillos. El aro de la tapa está roto y sucio. No sé cómo hacerlo para no rozar nada. Me mojo los pantalones. Pienso que no puedo volver a la iglesia. Me estiro la camiseta para que nadie vea que me he mojado. Al salir hay un parque de tierra. Un chico barre las hojas de los plátanos con una escoba de bruja de dibujos animados. Intenta ligar conmigo. Le quito la escoba y lo amenazo con el palo.
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Estoy en la pista de un circo. Hay cierto revuelo: buscan a un niño que, dicen, ha colocado varias cargas de dinamita. El niño está escondido detrás de un poste de rayas azules y blancas en espiral. Tiene cara de susto. Voy a sacarte de aquí, le digo. Le pongo un disfraz de soldado (parece el soldadito de plomo del cuento) y me lo llevo de la mano, simulando tranquilidad. Llegamos a un dos caballos celeste que hay aparcado. Antonio Cantos nos espera en el asiento del conductor. Llega Antonio Montes y mi abuela (que va vestida igual que la madre de Isabel II de Inglaterra). Cada uno trae a un niño de la mano. Pienso que también los han rescatado de alguna fechoría. No podemos ir tantos, le digo a Cantos. Mi abuela parece un dibujo animado, da un salto y se deja hundir en mitad del asiento de atrás. Parecen muy contentos. Cantos se cambia al asiento del copiloto. Le digo que no pienso conducir. Dice que entre de una vez, que tiene reserva en un restaurante para celebrar mi cumpleaños.