sábado, 2 mayo 2020. Llego al antiguo edificio de telefónica en el lateral de la catedral donde antes se cogía el autobús. Los asientos están oxidados. Después de un buen rato sin llegar a movernos, el conductor dice que hemos llegado. Todos salen dócilmente. Los sigo. Montan en una furgoneta blanca que me recuerda al minibús del colegio. Una monja en el asiento del conductor nos dice que paguemos con tarjeta y que dejemos sitio en el centro porque tiene que recoger a un niño que vendrá con su cama y a todo sexto curso. Los asientos están puestos alrededor, con los respaldos pegados a las ventanillas. Me siento y espero más por curiosidad que porque crea que me llevará a algún sitio.
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Entro en el cuarto de baño de la casa de mis padres y veo que el nivel del agua del váter comienza a subir. Llamo a mi hermana para que me traiga una fregona. El agua, tal como de desborda, desaparece. El váter se convierte en una fuente cuadrada en mitad del un patio de una iglesia. Sigo limpiándola. Por donde paso la fregona, el mármol negro se transforma en blanco resplandeciente. Unos tipos me miran trabajar, dicen que le pase la fregona también a las columnas. Las columnas son unas torres de madera que adornan un retablo que la fuente tiene a modo de cabecero. Una de las torres se desprende, hago malabares con la fregona para que no caiga al suelo y se rompa. ¿Habéis visto lo que he hecho?, les digo satisfecha. Pero ellos ya están a otra cosa, fumando en un rincón del patio, sin hacerme caso. Cuando vuelvo a mirar la fuente se ha convertido en una cama.