viernes, 1 mayo 2020. Mi tía Encarna (tiene 89 años) conduce muy rápido hacia el aeropuerto. Quiero preguntarle cuándo se ha sacado el carnet, pero no le digo nada para no distraerla. Cuando por fin llegamos, el aeropuerto es la piscina de un hotel. Pienso que no nos dejarán entrar. Déjame a mí, dice mi tía, y saca del bolsillo unos muñecos de plástico con juguetes diminutos de playa (cubo, palas, cernidores). Venimos con niños, dice muy segura, y nos dejan pasar. Los muñecos, al ver la piscina (que está acordonada con cinta blanca y roja), cobran vida y escapan al agua. Temo que se ahoguen. No entres en su lógica, dice mi tía tumbada felizmente en una hamaca, ¿no ves que son de plástico?
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Bajamos directamente de un avión al un hall muy parecido al del Museo del Louvre. Me pongo en una cola (no sé para qué es) mientras Alberto baja con una maleta muy pesada. Veo desde lejos que se la deja a una chica con dos niños, y desaparece. Veo cómo la chica, cansada de esperar, se va con la maleta. Cuando vuelve le regaño. ¡Cómo se te ocurre dejar mi maleta a una desconocida! No te preocupes, será muy fácil dar con ella. Caminamos por calles muy anchas completamente vacías. No la vamos a encontrar porque no recuerdo su cara, dice Alberto. De repente, una chica sale de un portal con sus dos niños. Lleva el mismo vestido que la chica del museo-aeropuerto. ¡Es ella!, digo. Nos acercamos despacio como si no quisiéramos asustarla. La chica no sabe de qué maleta le hablamos.
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Se supone que mi padre y yo acabamos de ver una película, y la canción de los títulos de créditos era Hear Somebody Whistle. Empezamos a ver otra, que comienza con el mismo tema. Mi padre y yo nos miramos. Están abusando demasiado ya de este temita, decimos a la vez. (Creo que es la primera vez que oigo claramente música en un sueño.)