miércoles, 8 mayo 2024. Hay una fiesta en la azotea de la casa de Elisa y Andrés (no se parece en nada a su casa). A la izquierda hay un escenario improvisado con una especie de toldo. Va a tocar un grupo. Le digo a Elisa al oído que yo sé tocar la flauta. Se lo toma en serio y me anima a que toque con ellos. Pienso que no se acuerda de cuando le dije hace años, también en broma, que Daniel, ella y yo podíamos formar un grupo. De repente se levanta viento. A la derecha hay una piscina con espuma. Andrés intenta taparla con unas lonetas azules para que no moje a nadie, pero no lo consigue. Todo se vuela, hasta los invitados. Cuando se acerca le digo que también se ha volado el toldo, que solo he conseguido salvar los jabones, pero se han deslavazado. Los toma de mis manos de todos modos, aunque parecen gachas. El único que ha aguantado en la azotea es Francisco, que pasea como un penitente con una botella en la mano. De lejos parece de cerveza (me extraña porque no bebe alcohol). Cuando pasa por delante de mí me fijo en que, aunque la etiqueta parezca de cerveza de abadía, pone Chocolate con letras góticas. Bajamos a la casa. Los invitados parecen pasarlo bien. Llega Cumpián, le hago cosquillas en la espalda para no asustarlo. Me abraza. Le pregunto cómo está. Se encoge de hombros. Lo de siempre, dice mirando a su alrededor. Como en la canción de Extremoduro, ¿no? No sabe de qué le hablo. Salir, beber, el rollo de siempre..., le canto.
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Tengo un montón de cosas sobre la cama. Estoy preparando un paquete con regalos para Pablo. Entre las cosas que meto hay dos libros, una libreta, un buril para modelar, una espátula para mezclar óleo, un alargalápices, dos plumas y un puñado de lápices de colores antiguos. Busco un papel de regalo para envolverlos, retorciendo el papel por los extremos, como si fuese un caramelo.
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Mi madre me pone delante un cuenco de plástico con agua donde flotan dos comprimidos de paracetamol.