espetos y taxistas

miércoles, 6 febrero 08. Llego a clase para hacer un examen de matemáticas. Me siento entre Luján y Camilo. Los dos tienen un montón de apuntes delante. No sabía que dejaran examinarnos con apuntes, les digo. Luján arranca varios folios y me los da. No entiendo su letra. Camilo me da un beso, me sopla muy despacio en la oreja y me dice: Lo vas a hacer muy bien.
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Caína y Camilo están editando un vídeo que nos hicimos en la playa. Pienso que si Camilo me ve en bikini no volverá a hablarme.
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He quedado con Alberto en el kiosco Los paragüitas. Cuando llego, él ya está sentado tomando una cerveza. El camarero me dice que para entrar debo vestirme correctamente, y me tiende una bolsa. Dentro de la bolsa hay un disfraz de romano, que me pongo sin rechistar.
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Llego a casa. Antes de entrar miro el buzón. El buzón es una panera clavada a un palo en mitad de la calle. Pruebo varias llaves hasta dar con la suya. Cuando abro la panera, un montón de cartas caen al suelo. Algunas puedo recogerlas, otras se las lleva el viento.
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Estoy en mi cuarto doblando ropa y metiéndola en el armario. Llaman a la puerta. Es Antonio, dice que me trae algo que me va a encantar y se sienta delante del ordenador. Mientras, yo encuentro detrás de la puerta un montón de medias que debo emparejar. Cuando vuelvo a ver qué hace, veo que está instalando un programa para bajar películas. En la pantalla del ordenador se ve un laberinto fluorescente. Desenchufo y le digo que no me gusta instalar programas nuevos. Se ríe. Le doy un marcapáginas y le digo que se vaya. Al salir de casa, veo que entra mi madre. Mientras estabas con Antonio he salido a cenar a la playa, dice. Le pregunto qué ha cenado. Espetos y sangría. Me echo a llorar. Le digo que no es justo, que es justo lo que yo quería, que por qué no me ha llevado con ella. Señala la cocina como respuesta. De la cocina sale una humareda negra. Al parecer había dejado un huevo frito en la sartén para que yo cenara. Entro en mi cuarto y me tumbo en el suelo, donde hay dos colchonetas a modo de camas. Lloro desconsoladamente. Salvador me llama en ese momento por teléfono para consolarme. Dice que vendrá a verme en cuanto pueda y le dará un escarmiento a su primo Antonio.
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Caína y yo tenemos que ir a recoger unas invitaciones para un concierto a un restaurante. Es muy tarde. Caína intenta colarse en una parada de taxis. Toda la fila la abuchea. Corremos por la calle, buscando una parada de autobús. Mientras ella se entretiene acariciando a unos gatos, yo encuentro una parada con taxis libres. Cuando llego al primero, veo que el taxista está empujando a Caína dentro. El taxi es verde agua y parece de juguete. Le digo que salga porque no cabemos los tres y además, no creo que sea un taxista de verdad. El taxista se echa a llorar y me siento a consolarlo en el asiento del copiloto. Le pregunto si es un Lambordini. Me dice indignado que nunca se fabricaron lambordinis verde agua. Llegamos al restaurante y el primero en bajar es el taxista. Para cuando entramos nosotras, él ya está sentado con una cerveza delante. Dentro del restaurante hay cuatro puertas que corresponden a cuatro restaurantes diferentes. Caína no recuerda en cuál tenía que recoger las entradas. Le digo que llame a su amigo para preguntarle, pero dice que su amigo está en Londres y ella no habla inglés.