domingo, 3 febrero 08. Estoy en la puerta de la casa de mi abuela, despidiéndome de un chico. Despidiéndome para siempre. Le digo que aunque Alberto me haya dejado no quiero salir con nadie. Él está apoyado en su coche y el coche tiene todas las puertas abiertas. Me dice que dará una vuelta a la manzana por si cambio de opinión. Antes de entrar en la casa, me paro a mirar los árboles del jardín. Algunos tienen las hojas azules y otros negras. Las hojas verdes están en el suelo. Hago un montón con ellas y las echo al aire para que me caigan encima como si fueran confeti. Al entrar en la casa, mi hermana me enseña muy ilusionada un cuadrado de croché. Dice que se hará un bolso. Le explico cómo debe coser el forro y desaparece feliz por el pasillo. Una señora que dice ser mi abuela, pues mi abuela murió, me saluda con dos besos. Yo se los doy por educación, pero sé que mi abuela jamás me saludaría así. Mi abuela de verdad entra y me abraza, me cubre de besos, yo la cojo en volandas y la aprieto contra mí. Después se va andando hacia atrás, indicándome con el dedo índice sobres sus labios, que no diga nada. Mi hermana entra en la habitación con dos marionetas de croché, una en cada mano. Dice que mis tías y mis primas le han dicho que no hiciera un bolso. Me entran ganas de darle una bofetada, pero sólo le digo que siempre acaba haciendo lo que ellas quieren. Miro el reloj dentro den uno de mis bolsos, llevo dos, y me despido. He quedado con Héctor en una lectura de poemas que ha organizado en la iglesia de la Victoria. Al salir, veo que en el jardín alguien ha recogido las hojas que tiré y las ha colocado en dos montones. Parecen dos tumbas. Veo que una hoja tiembla, me la llevo a la oreja como si fuera un móvil. Es Alberto. Me pregunta cómo estoy. Pienso que si le digo que estoy muy triste querrá verme, pero como no quiero que vuelva conmigo por pena, le digo que estoy muy bien y que precisamente en ese momento salía a una lectura de poemas. Cuelgo la hoja en un árbol y salgo a la calle. Hace un sol espléndido y llueve a cántaros a la vez, pero la lluvia sólo me moja la cara y el suelo convirtiendo el asfalto en un charco inmenso. Saco de uno de los bolsos un trozo de manzana y me lo como porque pienso que eso me dará fuerzas. En el otro bolso veo que llevo unos cuantos tarros de crema hidratante sin cerrar. Todo el camino hasta la iglesia me lo paso poniéndole tapones a los frascos. La explanada de la Victoria está desierta. Me siento en un muro a esperar que alguien salga o entre. Mientras, me como otro trozo de manzana. Por fin alguien abre las puertas y entro a una sala muy oscura. Busco un asiento libro tanteando con las manos. Cuando abren las contras de las ventanas, veo que me he sentado entre Pepe Mantecón y Álvaro García. Los presento, se dan la mano. Mantecón tiene los pies sobre una silla. Dice que ha aprovechado para echar una siesta. Una chica muy guapa se sienta a los pies de Mantecón y me dice que tenemos que hacer algo con su jersey porque pincha. Me pregunta si llevo tijeras en mis bolsos. No. La chica resulta ser hermana de Álvaro, así que les digo que se han burlado de mí, cuando han disimulado que no se conocían, siendo cuñados. Mientras tanto, el poeta está todavía recogiendo sus cosas y ordenando la mesa. Tiene la cara de un joven Manuel Alcántara, pero cuando se levanta arrastra los pies al andar. La mujer del poeta, que se parece a Marina Castaño, reparte entre el público tarjetas de visita. Nos explica, con cierta vergüenza, que de la poesía no se vive y por eso han tenido que abrir una sastrería. El poeta sale de la iglesia a la playa. Arrastra los pies por la arena y se dirige a una barca varada. De detrás de la barca sale Andrés con su cámara de fotos y le pega al poeta en la cabeza. Después prende fuego a la barca. Veo toda la escena a través de la ventana como si fuera una película de Charlot. Busco en uno de mis bolsos mi cámara. Sólo encuentro la Lomo, pero está dentro de una caja de cartón que es imposible abrir. Por más capas de cartón que le quite, más aparecen debajo. Un hombre que se parece a Antonio Ozores, me cambia la Lomo por una caja de cartón de verdad. Hago fotos con mi caja de cartón, pero en vez de retratar la playa que se ha convertido en una batalla campal, fotografío rincones de la sala: un clip sobre la mesa, una pinza de la ropa sobre el alféizar, una sombra en el suelo.