viernes, 18 julio 2008. Desde el jardín de casa de mi abuela veo pasar por la calle a José Miguel Picazo, a quien hace más de veinte años que no veo. Va con su madre y dos sus hermanas. La madre lleva además dos bebés en un cochecito. No me atrevo a decirle nada.
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Alberto y yo subimos por Rodrigo de Ulloa. Hemos quedado con los amigos en la esquina de General Ibáñez. Mientras esperamos, veo pasar a José Miguel en bicicleta. Para a la puerta de la que fue mi casa hasta los ocho años, y entra. Cuando me acerco a la bici, se ha convertido en un deportivo rojo. Pienso en ponerle una nota en el parabrisas, pero no me atrevo. Odila pasa por allí, le digo que me acompañe a saludar a José Miguel porque seguro que se alegra de verla más que a mí. Odila dice que le da vergüenza entrar en esa casa, pero que organizará una reunión para que nos veamos todos. Dice que se alegra de verme, me abraza. Te quiero mucho, le digo. Se va muy contenta, saltando como si fuese una niña.
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Alberto tiene una comida de trabajo y yo lo espera a la puerta del restaurante. Llevo un puñado de bolitas de corcho blanco teñido de rosa, que empieza a despintarse entre mis manos. Alberto sale con un compañero que apesta a tabaco. Mientras buscamos su coche, le digo que su mujer notará que ha fumado, que debería dejar de fumar. Alberto le propone que se intercambien la ropa y le dice que si se hace algo, no es bueno dejar de hacerlo. Sí, como matar, le digo con ironía, matar es buenísimo. Caminan delante de mí con los brazos extendidos haciendo el avión. No me oyen.
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Alberto y yo vamos en coche, pasamos por edificios blanquísimos. Como hay tanto atasco podemos recrearnos mirándolos. Pensamos que son los únicos edificios que quedan en Torremolinos de los años 70. Me bajo del coche un momento y cuando entro de nuevo, me doy cuenta de que me he equivocado de coche. Veo que Alberto me hace señas desde un desvío, y el mío sigue la autopista. Una señora muy amable me dice que puedo quedarme en su casa. Me ofrece té, pero al volcar la tetera salen monedas. Después, en vez de leche, mete un pañuelo arrugado en mi taza. No digo nada, pero pienso que es una vieja loca. Me enseña mi cuarto, bastante austero. Sólo hay una cama y un vaso de plástico clavado a la pared, cerca del suelo. Dejo las monedas y el pañuelo arrugado que no me bebí dentro del vaso. Me meto en la cama vestida. Pienso que en cuanto se duerma escaparé de esa casa.
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Alberto y yo subimos por Rodrigo de Ulloa. Hemos quedado con los amigos en la esquina de General Ibáñez. Mientras esperamos, veo pasar a José Miguel en bicicleta. Para a la puerta de la que fue mi casa hasta los ocho años, y entra. Cuando me acerco a la bici, se ha convertido en un deportivo rojo. Pienso en ponerle una nota en el parabrisas, pero no me atrevo. Odila pasa por allí, le digo que me acompañe a saludar a José Miguel porque seguro que se alegra de verla más que a mí. Odila dice que le da vergüenza entrar en esa casa, pero que organizará una reunión para que nos veamos todos. Dice que se alegra de verme, me abraza. Te quiero mucho, le digo. Se va muy contenta, saltando como si fuese una niña.
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Alberto tiene una comida de trabajo y yo lo espera a la puerta del restaurante. Llevo un puñado de bolitas de corcho blanco teñido de rosa, que empieza a despintarse entre mis manos. Alberto sale con un compañero que apesta a tabaco. Mientras buscamos su coche, le digo que su mujer notará que ha fumado, que debería dejar de fumar. Alberto le propone que se intercambien la ropa y le dice que si se hace algo, no es bueno dejar de hacerlo. Sí, como matar, le digo con ironía, matar es buenísimo. Caminan delante de mí con los brazos extendidos haciendo el avión. No me oyen.
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Alberto y yo vamos en coche, pasamos por edificios blanquísimos. Como hay tanto atasco podemos recrearnos mirándolos. Pensamos que son los únicos edificios que quedan en Torremolinos de los años 70. Me bajo del coche un momento y cuando entro de nuevo, me doy cuenta de que me he equivocado de coche. Veo que Alberto me hace señas desde un desvío, y el mío sigue la autopista. Una señora muy amable me dice que puedo quedarme en su casa. Me ofrece té, pero al volcar la tetera salen monedas. Después, en vez de leche, mete un pañuelo arrugado en mi taza. No digo nada, pero pienso que es una vieja loca. Me enseña mi cuarto, bastante austero. Sólo hay una cama y un vaso de plástico clavado a la pared, cerca del suelo. Dejo las monedas y el pañuelo arrugado que no me bebí dentro del vaso. Me meto en la cama vestida. Pienso que en cuanto se duerma escaparé de esa casa.