polillas y libros horneados

jueves, 9 septiembre 2010. Mi prima Cristina está sentada en una hamaca de lona delante de una ventana. Está desarreglada, sin peinar, en una postura de dejadez muy fotogénica. No te muevas, le digo mientras voy a buscar mi cámara. Cuando vuelvo, veo que se ha maquillado, cambiado de ropa y tiene un cigarrillo encendido entre los dedos, ella que nunca ha fumado. Está sentada en la hamaca como si fuera una silla dura, con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas. Ya no tiene sentido hacerle ninguna foto, pero me dice que dispare y disparo.
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El salón de la casa de mis padres está vacío. Virginia empuja una vitrina y la coloca del revés, con los cristales mirando hacia la pared. Me pide que la ayude a agitarla. No entiendo muy bien lo que quiere decir, pero agarro el mueble e imito sus movimientos. De la vitrina caen un montón de polillas. Mátalas antes de que escapen a otros muebles, dice. Aunque no hay ningún otro mueble, le hago caso y pisoteo las polillas. Mientras, ella se sienta en el suelo y va tapando cada agujero con cera.
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Camilo y yo vamos por la calle cargados de libros. Espérame aquí, dice y deja su montón sobre un mostrador de lo que parece una panadería. Una chica regordeta los coge, sale corriendo y los mete en el horno. Cuando Camilo vuelve la chica los saca y los deja sobre el mostrador como si nada. Algunas letras de las portadas han cambiado del azul al dorado. Me fijo en que Camilo también ha cambiado, de ropa. Lleva camiseta y pantalón rojos. Me extraña. Sin que yo le diga nada, me responde con un abrazo y me dice que desde que viste de rojo es más feliz y hasta su madre canta por las mañanas.