viernes, 17 julio 2009. En una habitación con sillas verdes de instituto, una chica reparte cajas de ceras de colores. Dice que cada caja es de un gran artista y que si adivinamos de quién podremos conocerlo personalmente. Cuando abro la caja que me ha tocado veo que contiene ceras cuadradas, parecen tizas o barras de plastilina, están usadas, sobre todo las de color rojo. A pesar de estar usadas mantienen un exquisito orden de colores. Son del poeta David González, digo. La chica dice que he acertado y que podré conocerlo. No le digo que ya lo conozco, que David y yo somos amigos, por si pierdo la oportunidad de verlo. Al volverme David está sentado en mi silla. Actúo como si no lo conociera, le pido que haga un dibujo para mí, se ríe y nos comemos unas cuántas ceras. Efectivamente son blandas como la plastilina. Nos abrazamos, noto sus costillas bajo la ropa, sus pómulos se clavan en mi cara. Me preocupa su extrema delgadez pero no le digo nada. No te preocupes, me dice como si pudiera leerme el pensamiento. Nos besamos. Cuando abro los ojos estamos en la calle y caminamos muy juntos. Le digo que no debemos volver a besarnos porque no puedo amar a dos hombres a la vez. David me agarra la mandíbula con una mano, estira el brazo y me observa unos segundos con los ojos entornados. He podido notar cómo me empujaban todos esos hombres desde la punta de tu lengua, dice. Me echo a llorar, no digo nada, sólo pienso que eso que ha dicho me parece un poema precioso.