sábado, 22 agosto 2009. En una clase al aire libre nos explican cómo filmar una carrera de coches de juguete. El profesor dice que tenemos que borrar de nuestras mentes la palabra Choque, porque físicamente es imposible que un choque se produzca. Todos toman nota. Sólo dos nos levantamos a protestar, yo y el poeta Francisco Javier Casado, que en vez de folios toma notas en un cuaderno para colorear. Cojo un puñado de tierra y lo lanzo contra la pared. Eso es un choque, le digo al profesor. Yo no he visto nada, dice él. Casado se levanta y voltea la mesa donde otros compañeros todavía tomaban apuntes. Un montón de tarjetas de visita se esparce por el aire. A mis manos llega una azul de un Dj. Todos se han ido, sólo quedan sobre la tierra folios sucios, tarjetas de visita y el cuaderno para colorear de Casado. La portada es amarilla con un dibujo infantil de un conejo que llora. En contraportada, el mismo conejo sonríe con un cesto lleno de frutas entre las patas.
+
Mi cuarto es un caos. Sobre la mesa hay ropa amontonada. Entre la ropa hay una caja de tizas de colores abierta, lápices Alpino y rotuladores Makermoon sin capuchón. En el suelo hay varias cajas, una de cartón y varias de madera. También está abierto el maletín de los óleos. Busco entre tanto desorden el secativo de cobalto para que no estropee la ropa. Mi madre entra y se sienta en el suelo. Me pregunta si he visto su anillo de topacio. Nunca te he visto con un anillo de topacio, le digo. Ella abre la mano y me enseña uno. Uno como éste, dice. Pienso que es una trampa. De una caja de cartón enorme voy sacando objetos de lata y de plástico que no he visto nunca, y los ordeno por materiales en cajas pequeñas de madera. Al fondo de la caja de cartón empiezo a encontrar anillos. Se los voy mostrando a mi madre mientras digo sus nombres. Aguamarina, esmeralda. Ella va negando cada uno con la cabeza. No hay más, le digo. Mi madre coge las cajas de madera, con un leve toque las convierte en finísimas láminas y las va metiendo en la imperceptible ranura que queda entre el armario empotrado y el suelo. Y así se ordenan las cosas, dice. Pienso que después va a ser imposible sacarlas, pero no digo nada.
+
Mi cuarto es un caos. Sobre la mesa hay ropa amontonada. Entre la ropa hay una caja de tizas de colores abierta, lápices Alpino y rotuladores Makermoon sin capuchón. En el suelo hay varias cajas, una de cartón y varias de madera. También está abierto el maletín de los óleos. Busco entre tanto desorden el secativo de cobalto para que no estropee la ropa. Mi madre entra y se sienta en el suelo. Me pregunta si he visto su anillo de topacio. Nunca te he visto con un anillo de topacio, le digo. Ella abre la mano y me enseña uno. Uno como éste, dice. Pienso que es una trampa. De una caja de cartón enorme voy sacando objetos de lata y de plástico que no he visto nunca, y los ordeno por materiales en cajas pequeñas de madera. Al fondo de la caja de cartón empiezo a encontrar anillos. Se los voy mostrando a mi madre mientras digo sus nombres. Aguamarina, esmeralda. Ella va negando cada uno con la cabeza. No hay más, le digo. Mi madre coge las cajas de madera, con un leve toque las convierte en finísimas láminas y las va metiendo en la imperceptible ranura que queda entre el armario empotrado y el suelo. Y así se ordenan las cosas, dice. Pienso que después va a ser imposible sacarlas, pero no digo nada.