martes, 31 agosto 2010. Estamos en una casa de pueblo que se supone que es la de Juan. Unas chicas me llevan de habitación en habitación. En unas no hay nada, parecen gallineros abandonados, en otras hay muebles y juguetes antiguos. La madre de Juan nos hace posar. Dice que las fotos son para la revista del pueblo.
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Alberto, Juan y yo estamos sentados en unos muros bajos de un pueblo. No decimos anda. Pienso que Juan quiere escapar de nosotros, pero no quiero que se vaya solo conduciendo por si ha bebido. En un descuido Juan ya no está. Le pregunto a Alberto a cuántos kilómetros queda su casa. Dice que muy lejos. Le queda más cerca la playa, dice. Bajamos a la Plaza, miro cada rincón por si lo veo. Entramos a un bar y le pregunto a la chica dónde está el servicio. Me señala una mesita de noche. Imagino que pretende que abra el cajón y orine dentro. La dueña del bar me dice que lo haga mejor dentro de un armario. En el armario hay libretas llenas de listas. En algunas listas aparecen los nombres de algunos de mis amigos. Cuando salgo, Alberto está hablando con un chico rubio muy alto. ¿No te acuerdas de Eski?, dice. No lo había reconocido con esa gorra, le digo. Eski dice que viene a decirnos de parte de los amigos del trabajo, que les parece muy mal que cuando vamos de viaje no avisemos a nadie. Que él ha pensado que lo hacemos porque, como somos unos adictos al sexo, no queremos que los amigos oigan nuestros gritos. Me pongo muy triste. Le respondo que no es por eso que es porque, al dormir tan profundamente cuando estamos de viaje, no queremos despertalos con nuestros ronquidos. Eski se pone tan contento, que se va corriendo a un descampado a darle patadas a una balón rojo enorme.
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Alberto, Juan y yo estamos sentados en unos muros bajos de un pueblo. No decimos anda. Pienso que Juan quiere escapar de nosotros, pero no quiero que se vaya solo conduciendo por si ha bebido. En un descuido Juan ya no está. Le pregunto a Alberto a cuántos kilómetros queda su casa. Dice que muy lejos. Le queda más cerca la playa, dice. Bajamos a la Plaza, miro cada rincón por si lo veo. Entramos a un bar y le pregunto a la chica dónde está el servicio. Me señala una mesita de noche. Imagino que pretende que abra el cajón y orine dentro. La dueña del bar me dice que lo haga mejor dentro de un armario. En el armario hay libretas llenas de listas. En algunas listas aparecen los nombres de algunos de mis amigos. Cuando salgo, Alberto está hablando con un chico rubio muy alto. ¿No te acuerdas de Eski?, dice. No lo había reconocido con esa gorra, le digo. Eski dice que viene a decirnos de parte de los amigos del trabajo, que les parece muy mal que cuando vamos de viaje no avisemos a nadie. Que él ha pensado que lo hacemos porque, como somos unos adictos al sexo, no queremos que los amigos oigan nuestros gritos. Me pongo muy triste. Le respondo que no es por eso que es porque, al dormir tan profundamente cuando estamos de viaje, no queremos despertalos con nuestros ronquidos. Eski se pone tan contento, que se va corriendo a un descampado a darle patadas a una balón rojo enorme.