domingo, 8 agosto 2010. Alberto quiere comprar algo en una ferretería, pro están cerrando. Una chica está bajando la persiana, pero él se cuela. Yo lo espero en la acera. Al rato sale con la chica, ella le pide que le compre un helado de piña. Él entra en una heladería y se lo da. Mientras, espero, las calles se van llenando de gente como si fuera a haber una fiesta. Genis, de Astrud, se me acerca, me saluda, me pregunta si iré a verlo pinchar al Cac. Le digo que ese día estaré en Logroño leyendo poemas. Pone morritos, me da un beso y se despide. Alberto sigue con la chica y me alejo entre unos tenderetes jipis. Al final, en una plaza, se acaba la calle. No sólo la calle, el mundo. Es una plataforma desde la que se ve el vacío celeste y brillante, y muy lejos el mar y el mapa de América. Me da tanto vértigo que tengo que agarrarme a algo. Hay una mesa enorme donde come una familia numerosa. Me hablan en inglés. Me preguntan cómo he llegado al fin del mundo y si tengo miedo. Una de las hijas me enseña a andar por el filo del fin del mundo manteniendo el equilibrio. Empújame, dice, verás como no caigo. La empujo con precaución y, cuando va a caer la recojo al vuelo. Pienso que si hubiera caído yo habría tenido que tirarme al vacío para que no se sintiera sola allá a donde fuese a caer. Otra de las hijas me enseña orgullosa una pared cubierta de nieve. Cuando la toco, es de papel. Pienso que los padre tienen a las hijas engañadas, que ni eso es el fin del mundo ni eso es nieve, y sólo se lo dicen para que sigan viviendo con ellos, sin interferencias del mundo real. Quiero irme de allí.