sábado, 27 noviembre 2010. Estoy en la terraza de un bar con dos chicas. Una de ellas le da una patada a mi sandalia y la manda al otro extremo de la calle. No le veo la gracia, les digo. Unos niños se ponen a jugar con mi sandalia al fútbol. Intentan que discuta con ellas, se ríen. Me levanto y me voy. Me siguen en bicicleta. Pienso que las he esquivado y entro en un bar. Las dos chicas llegan disimulando y e sientan en una de las mesas del fondo. Un chico muy joven se acerca, me saluda, me abraza como si hiciera años que no nos vemos. Sígueme el cuento, me dice al oído. Me saca del bar de la mano. Las chicas no pueden seguirnos porque el camarero acaba de servirles. El chico me pregunta si quiero acompañarlo al concierto de un amigo. Sí. Me besa suavemente. Vamos, dice. En la puerta del bar un tipo mira unos papeles. Podéis entrar, dice. No comprendo cómo tenía mi nombre en su lista, pero no digo nada. Nos sentamos al fondo del bar, sobre unas alfombras. Vuelve a besarme. Estaremos poco tiempo, dice. Pienso que nada de eso está pasando, escondo la cara entre las manos, pienso que al volver a mirar estaré en casa. Nada. Sigo en ese bar lleno de alfombras y cables, con ese chico tan dulce que no hace más que besarme. Seguro que esto no está pasando, pienso mientras me abraza. Si esto es un sueño tengo que preguntarle su nombre antes de despertar, pienso.