lunes, 24 enero 2011. Estoy en la ducha. Me froto los hombros con una esponja que rasca demasiado. Las cortinas se abren, en ese momento me fijo en ellas, son de cuadros y es la primera vez que las veo. Un cura muy feo me dice que soy una desvergonzada, que viene de visitar a no sé quién y que se duchaba vestida. Intenta envolverme con la cortina. Lo amenazo con la esponja, le digo que puedo borrarle la cara con ella si no me deja en paz.
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Estoy cerca de la orilla intentando elegir una piedra. Una de mis tías se acerca, dice que se ha enterado de que me voy a Berlín y que, a la vuelta, irá a recogerme al aeropuerto. Ante mi negativa, insiste varias veces, cada vez más violenta. Agarro la piedra más grande, la levanto sobre su cabeza y la amenazo.
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Mi madre se cuela al otro lado de la barra de un bar. Las camareras la tratan como si la conocieran de toda la vida. Mi madre saca un cigarrillo de una funda azul de plástico. No sabía que fumara. Le pregunto si tiene muchas fundas como ésa, para enterarme de si fuma mucho. No responde.
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Salgo con mi madre y una de mis tías de un cine. Ya en la calle, mi tía señala a un hombre muy gordo que va con su mujer. Mi tía le dice a su mujer que ese hombre ya está casado. Mi madre le pide disculpas. Está un poco loca, dice. El hombre se aleja muy serio, de vez en cuando vuelve la cabeza. Sospecho por su cara que puede ser verdad. Ya en la calle me tropiezo con su mujer, una chica rubia preciosa. Tu tía tenía razón, ha confesado, dice. La chica llora, dice que lo dejó todo por irse con él, que ahora viven en Francia y tienen una hija. Después cambia el gesto, se ríe muy fuerte y me habla de sus amigos de Facebook. Yo sigo asintiendo mientras me habla, pero no entiendo nada.
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Voy del brazo de un tipo, le pregunto si me acompaña a casa de mi abuela. Está en obras y quiero ver lo que han hecho. Desde la acera vemos que en el jardín han construido una fuente de piedra con forma de cama, también un hórreo de madera pintado de verde y amarillo. Todo me parece horrible. Las ventanas están abiertas, podemos ver el interior. Han decorado la casa como si fuese una tetería árabe. Oigo la voz de mi abuela ofreciendo a los albañiles algo de comer. Huyo.
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Anne Igartiburu sobrevuela las calles a toda velocidad, lleva un vestido largo de flores y un cesto entre las manos. Se estrella contra un edificio, pienso que su cuerpo caerá sobre la gente que bebe en la terraza de un bar, pero lo que les cae es una lluvia de pañales. Todos los recogen del suelo y se los ponen.
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Estoy cerca de la orilla intentando elegir una piedra. Una de mis tías se acerca, dice que se ha enterado de que me voy a Berlín y que, a la vuelta, irá a recogerme al aeropuerto. Ante mi negativa, insiste varias veces, cada vez más violenta. Agarro la piedra más grande, la levanto sobre su cabeza y la amenazo.
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Mi madre se cuela al otro lado de la barra de un bar. Las camareras la tratan como si la conocieran de toda la vida. Mi madre saca un cigarrillo de una funda azul de plástico. No sabía que fumara. Le pregunto si tiene muchas fundas como ésa, para enterarme de si fuma mucho. No responde.
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Salgo con mi madre y una de mis tías de un cine. Ya en la calle, mi tía señala a un hombre muy gordo que va con su mujer. Mi tía le dice a su mujer que ese hombre ya está casado. Mi madre le pide disculpas. Está un poco loca, dice. El hombre se aleja muy serio, de vez en cuando vuelve la cabeza. Sospecho por su cara que puede ser verdad. Ya en la calle me tropiezo con su mujer, una chica rubia preciosa. Tu tía tenía razón, ha confesado, dice. La chica llora, dice que lo dejó todo por irse con él, que ahora viven en Francia y tienen una hija. Después cambia el gesto, se ríe muy fuerte y me habla de sus amigos de Facebook. Yo sigo asintiendo mientras me habla, pero no entiendo nada.
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Voy del brazo de un tipo, le pregunto si me acompaña a casa de mi abuela. Está en obras y quiero ver lo que han hecho. Desde la acera vemos que en el jardín han construido una fuente de piedra con forma de cama, también un hórreo de madera pintado de verde y amarillo. Todo me parece horrible. Las ventanas están abiertas, podemos ver el interior. Han decorado la casa como si fuese una tetería árabe. Oigo la voz de mi abuela ofreciendo a los albañiles algo de comer. Huyo.
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Anne Igartiburu sobrevuela las calles a toda velocidad, lleva un vestido largo de flores y un cesto entre las manos. Se estrella contra un edificio, pienso que su cuerpo caerá sobre la gente que bebe en la terraza de un bar, pero lo que les cae es una lluvia de pañales. Todos los recogen del suelo y se los ponen.