viernes, 3 agosto 2012. He quedado con alguien. Busco el móvil en una bolsa enorme que llevo a la espalda llena de cosas que no son mías (trapos, una manta, trozos de cables). Llego a la que se supone es la casa de Marcos, cerca de la playa, con un huerto. Me cuenta que su madre siempre presumía de que sus hijos se criaban muy bien. Miramos el mar, está verde, hay oleaje. Está a punto de llover. Tengo ganas de un día de sol espléndido, le digo. Sí, un sol espléndido, dice y echa a correr hacia la playa. Veo a su padre echarse al agua vestido, rígido, parece un tronco. Marcos se tira detrás, a rescatarlo. Corro tras ellos. Elisa y Andrés están en el huerto, les digo que me ayuden. Tenemos que hacer la lista de la compra, me responden. En la orilla hay tres adolescentes mirando el mar. Les pregunto si han visto a dos hombres tirarse al agua. Uno está ahí, dicen. Veo a Marcos flotando boca arriba a medio metro de la superficie, les pido que me ayuden, no se mueven. Saco a Marcos como puedo, está extremadamente blanco, le golpeo el pecho, le grito que no se muera. Marcos se encoge, se pone en posición fetal. Déjame dormir, me dice.