viernes, 28 febrero 2014. Camino con una niña. Tengo la sensación de tener que entretenerla durante unas horas. Vamos por una especie de cueva artificial en forma de tubo con ventanas que dan al mar. Las rocas de la orilla parecen ciudades. Mira qué bonito, le digo. La niña vuelve la cabeza hacia el paisaje, pero con los ojos cerrados. Al fondo de la cueva hay una playa enorme. La luz es más marrón que rojiza por culpa de los cristales ahumados de las ventanas. Da pena. Vamos a coger piedras, le digo a la niña. La niña me mira con gesto socarrón. Al ir a coger una piedra me doy cuenta de que están incrustadas en cemento y después barnizadas. ¡Qué triste todo!, exclamo. La niña cruza los brazos y me mira con desprecio.