lunes, 26 diciembre 2022. Voy por la calle y me entran ganas de orinar. Se supone que cuando pasa eso entro en un edificio años 70 y uso el servicio de un piso vacío y abierto que hay junto a los ascensores. Entro, todo está oscuro pero se nota que hay alguien dentro. Camino a tientas, reconozco la cabeza de Alberto. Toco una más. Eres Emilio, lo he sabido por la hendidura en la mandíbula. Se ríe. Entro al servicio. Al salir, el piso está encendido y se ha convertido en una tienda de decoración. Hay una banqueta de anea pintada de amarillo. Le doy la vuelta para ver el precio. Mi prima Cristina dice que yo tenía razón, que es muy endeble, además, sería más bonita al natural, sin pintar. La dejamos en su sitio. Mi prima lleva una bolsa de papel con flores (se supone que la ha robado) y yo una bragas enormes con letras. Una dependienta se nos acerca. Pienso que va a detenernos, pero nos dice que para lo que hemos comprado dan unas bolsas especiales. Las cogemos sin decir palabra y salimos de la tienda por una gatera cuadrada que hay en la puerta.
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Voy por la calle con un tipo (no lo conozco). Oímos jaleo y nos volvemos. Detrás de nosotros camina Cristina Pedroche. Un tipo que parece un guiri borracho, la topa de los hombros y le vomita, con tal mala suerte que ella se agacha y el vómito me cae a mí. El tipo cae al suelo (no sé si mareado o de la risa). Dudo si darle una patada. Se la doy, pero muy flojito. El tipo que va conmigo dice que va a vengarla porque Pedroche estaba en su colegio y le gustaba. Pienso que a quien debería vengarme es a mí.
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Alberto y yo vamos en el metro. Está a punto de salir cuando notamos una especie de ola (el vagón hace una ese como si fuera de goma). Por megafonía avisan de que en la calle hay disturbios, que el tren no saldrá, que podemos esperar dentro a que pasen o salir a unirnos a ellos. Son la marea, pienso.