domingo, 14 abril 2024. Hay una comida familiar en la acera de la calle donde viven mis padres. Las mesas están iluminadas por la luz que sale desde la cristalera de la autoescuela. Son mesas de chiringuito puestas a lo largo, con manteles de papel. No conozco a la mayor parte de la familia. Como casi todos tienen los ojos azules, pienso que son de la familia de mi tío Juan. Los platos van sucediéndose. Yo apenas como nada por la cantidad y las salas. El postre también es exagerado (unas tortitas que nadan en caramelo líquido y nata). Mi hermana y mis primas, corretean de un lado a otro (son niñas de unos cinco años). Yo tengo unos doce, y no tengo nada que hablar con los mayores. Me siento fuera de lugar. Hay dos chicos mayores que yo que se han apartado para mirar las estrellas. Me acerco a ellos y les digo el nombre de algunas. Se sorprenden de que las conozca. En un momento en el que ellos no miran, veo una con forma de Australia de la que caen una especie de lágrimas. Los aviso, pero cuando miran han desaparecido. Uno de ellos (moreno con barba) se ríe de mí y se aleja. El otro (rubio con los ojos muy claros), me mira con condescendencia y me acaricia la cabeza). ¿Has visto aquello?, me dice señalando el otro extremo de la calle. En el cielo se ve la imagen de una calle de un país de África (gente que va y viene por un mercado). La imagen es en color. También se ve reflejada en el asfalto boca abajo, como si este fuera un espejo, en blanco y negro. El chico de la barba se sienta en la acera con la cabeza entre las manos, se lamenta. ¡No entiendo nada!, dice. Le digo al chico rubio que, seguramente, como en otros países se ven auroras boreales, hemos tenido la suerte de que esa noche el cielo funcione como una cámara oscura. El chico rubio me mira con admiración. Siento vergüenza, improviso, le digo que solo me acerqué a él para llevarle el postre pero he perdido el tenedor por el camino. El chico se ríe y se come las tortitas volcándolas directamente en la boca. Oigo que sus padres lo llaman. Me apena que no se haya despedido de mí. En la acera quedan los manteles de papel sucios y un montón de platos con restos de comida. El chico rubio pega con los nudillos desde dentro de la autoescuela (que ahora es la sala de espera de un aeropuerto). Me hace un gesto para que entre. Saca del bolsillo una piedra. Ten, para que no te olvides de mí, dice. La piedra son dos piedras unidas por lo que parece tocino y jamón. Me da mucho asco, pero me da vergüenza decírselo. Si tuviera el tenedor te lo daría de recuerdo, le digo y se ríe. Pienso que va a besarme, pero no lo hace. Se va con su familia. Yo tiro la piedra grasienta en la primera papelera que encuentro.