ascensores y hostales

martes, 18 marzo 08. Emilio, Ángeles y yo llegamos a la puerta de la casa de mis padres. Es muy tarde y no hay ninguna luz encendida en la calle. Justo en el momento que estamos abriendo el portal, llega un camión de bomberos idéntico al de la película Fharenheit 451. Tenemos que subir antes que ellos para que no quemen nada, les digo. Entramos en el ascensor, pero no tiene botones, sólo el de abrir y cerrar las puertas y el de alarma. Emilio le da a todos y el ascensor baja. Intento parar el ascensor dándole al de abrir y cerrar, y el ascensor comienza a subir muy deprisa. Tengo una mala noticia, les digo, vamos por el 8º piso y este bloque sólo tiene cinco.
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Las calles están llenas de coches en doble fila. Tengo que ir sorteándolos. Casi arranco la puerta de un coche de policía. Alberto, que va de copiloto, me dice que tenga más cuidado. Le respondo que para estar completamente ciega no lo hago tan mal. Nos cambiamos de asiento sin salir del coche. Alberto conduce hasta calle Cristo y para delante de un hostal de dos plantas. Entramos y llama a la puerta para que le enseñen una habitación. A mí me da vergüenza que moleste a las dueñas, dos señoras muy mayores, porque no vamos a quedarnos. La dueña levanta una persiana metálica y en vez de garaje aparece un restaurante donde están desayunando varias familias. Dice que subamos a ver la habitación. Alberto me indica con un gesto que sube a ver a azotea. Yo sé que para lo único que hemos ido es para ver el atardecer desde la azotea, por eso me da vergüenza estar allí. Mientras Alberto sube, me quedo hablando con un niño. El niño dice que le da asco mi tos. Me entran ganas de contestarle que cuando sea viejo él dará asco a los niños, pero no le digo nada y salgo del restaurante haciendo equilibrios sobre un perro. En la entrada hay varios perros alineados y voy saltando de uno a otro. Veo a Alberto en el suelo, se ha caído y roto las gafas. No te acerques, tengo tuberculosis, dice. Me acerco y lo peino con los dedos.