martes, 13 enero 2009. Camino cerca de la plaza de toros y veo a Javier Labeira sacando una cámara enorme del maletero de su coche. Hay una lectura en el bar "Flor". Entro a saludar Héctor Márquez, que anda colocando los micrófonos. Al fondo de la sala veo a su amiga Esperanza con un poncho de rayas que le cubre una barriga de seis meses.
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Festival de "La hora chanante". Estoy sentada en un palco sin barandilla, que más bien parece un nicho encalado. A mi lado está Martí Lloveras, a quién no veo desde hace once años. Alguien desde el escenario dice que ahora cantará Martín. Le doy un empujón con el codo y nos reímos. Por debajo del palco pasa un niño pequeño con el pelo muy negro cortado a tazón. Le pregunto, en broma, si también se llama Martín y si va a cantar. ¿Quieres que cante?, me dice. Sube al escenario y levanta las manos. Por arte de magia aparece en una pantalla gigante un vídeo donde se ve al niño buceando y cantando con varios delfines. Cuando se encienden las luces no queda nadie en el patio de butacas, y el patio de butacas es un jardín con un aspecto desolador. Sólo queda Joaquín Reyes detrás de una barra de bar. Me acerco a él y hablamos de cómics. Me cuenta que en casa eran cinco hermanos y tenían que turnarse para leer. Conseguir un cómic era conseguir un tesoro, dice. Le ofrezco mi colección de cómics antiguos. Los tengo todos, le digo. ¿Y no están recortados?, me pregunta. Le digo que están intactos porque soy muy cuidadosa y muy maniática. Muñoz Quintana se acerca y dice que tenemos que marcharnos. No quiero irme y le digo a Muñoz que no pienso ir al día siguiente a clase, que no pienso volver a estudiar nunca más. Han organizado una excursión a una fábrica de inodoros, dice. No pienso madrugar para eso, le digo. Reyes nos despide disfrazado de vieja de pueblo. Lleva mi mantón negro de lana sobre los hombros. Eso es mío, le digo. Me ofrece una manta de rayas bastante cutre. Quiero el mantón, lo hizo mi abuela especialmente para mí. Se lo quita y me lo da. Muñoz ha desaparecido y estoy en una habitación de hotel completamente desnuda. Javier Laberia trata de taparme con su cuerpo, pero le digo que se marche. Intento cerrar la puerta de la habitación y no lo consigo. Todo mi interés es cerrar la puerta para poder ducharme y vestirme de una vez. No sé para qué quiero cerrar la puerta porque la habitación no tiene paredes, la habitación es el jardín desangelado de antes. Me meto en un armario y busco champú, pero sólo encuentro frascos vacíos.
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Festival de "La hora chanante". Estoy sentada en un palco sin barandilla, que más bien parece un nicho encalado. A mi lado está Martí Lloveras, a quién no veo desde hace once años. Alguien desde el escenario dice que ahora cantará Martín. Le doy un empujón con el codo y nos reímos. Por debajo del palco pasa un niño pequeño con el pelo muy negro cortado a tazón. Le pregunto, en broma, si también se llama Martín y si va a cantar. ¿Quieres que cante?, me dice. Sube al escenario y levanta las manos. Por arte de magia aparece en una pantalla gigante un vídeo donde se ve al niño buceando y cantando con varios delfines. Cuando se encienden las luces no queda nadie en el patio de butacas, y el patio de butacas es un jardín con un aspecto desolador. Sólo queda Joaquín Reyes detrás de una barra de bar. Me acerco a él y hablamos de cómics. Me cuenta que en casa eran cinco hermanos y tenían que turnarse para leer. Conseguir un cómic era conseguir un tesoro, dice. Le ofrezco mi colección de cómics antiguos. Los tengo todos, le digo. ¿Y no están recortados?, me pregunta. Le digo que están intactos porque soy muy cuidadosa y muy maniática. Muñoz Quintana se acerca y dice que tenemos que marcharnos. No quiero irme y le digo a Muñoz que no pienso ir al día siguiente a clase, que no pienso volver a estudiar nunca más. Han organizado una excursión a una fábrica de inodoros, dice. No pienso madrugar para eso, le digo. Reyes nos despide disfrazado de vieja de pueblo. Lleva mi mantón negro de lana sobre los hombros. Eso es mío, le digo. Me ofrece una manta de rayas bastante cutre. Quiero el mantón, lo hizo mi abuela especialmente para mí. Se lo quita y me lo da. Muñoz ha desaparecido y estoy en una habitación de hotel completamente desnuda. Javier Laberia trata de taparme con su cuerpo, pero le digo que se marche. Intento cerrar la puerta de la habitación y no lo consigo. Todo mi interés es cerrar la puerta para poder ducharme y vestirme de una vez. No sé para qué quiero cerrar la puerta porque la habitación no tiene paredes, la habitación es el jardín desangelado de antes. Me meto en un armario y busco champú, pero sólo encuentro frascos vacíos.