vecino

sábado, 24 enero 2009. Estoy en un restaurante y mi trabajo consiste en ir por las mesas donde hay familias con bebés. Si el bebé está llorando, lo cojo en los brazos y lo duermo. No tardo más de tres segundos. Al alejarme de las mesas, siempre oigo el mismo comentario: Es la mejor durmiendo bebés.
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Mi madre me enseña el jardín de un vecino. Se ríe de que haya puesto una barbacoa justo encima de la pista de tenis. La pista no es más que un cuadrado verde de cuatro metros cuadrados. Pienso que quizá la hubiera y que han construido encima. Entramos en la casa. En el sótano hay una habitación llena de flores en tonos pastel, y una pared con un gran perchero del que cuelgan jerseys para perros. Mi madre me explica que el dueño se dedica a pasear a los perros del barrio. Aparece el dueño. Salimos a desayunar. Yo llevo la boca llena, no pido nada. Él trata con familiaridad al camarero, lo llama por su nombre. No sé qué pensar de él. Por un lado me parece muy amable, pero por otro me da la impresión de que está actuando. Intento que me caiga bien, como si fuese mi obligación pero, sin querer, lo comparo todo el tiempo con Alberto y sale perdiendo. Salimos del bar por una escalera muy empinada y muy estrecha. Una vez en la puerta, veo que estoy sola y llevo una jarra de cerveza vacía en cada mano. En la calle hay gente disfrazada que esquivo como puedo. Llego a la playa. Es de noche, distingo piedras brillantes cerca de la orilla. Uso las jarras para meter las que me parecen más bonitas. Dos chicas de uniforme negro dicen que no puedo llevarme las piedras sin pagar. Me fijo entonces en que han dibujado un cuadrado con botellas de plástico vacías y todas las piedras están dentro.