miércoles, 28 octubre 2009. Tengo delante un ordenador enorme. La pantalla del tamaño de una pared. Al abrir un mail del escritor Chivite la luz del monitor sale hacia la derecha y veo un paisaje con árboles y río. No hay nada escrito, sobre los árboles hay figuras pequeñas, parecen soldaditos de juguete. Al intentar tocarlos, aparece un mensaje escrito. He dejado el mensaje en la lanza, dice. Busco una lanza dorada que tenía un cenicero con forma de Quijote que había en casa de mis padres cuando era niña.
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Entro en un local muy blanco con paredes de baldosas y estanterías con tubos de ensayo. Me siento en una de las bancas, saco una libreta y pregunto a un compañero por qué lección van. Hoy es el primer día de clase, dice. Me alegro muchísimo porque pensaba que había llegado a mitad de curso. Copio las fórmulas matemáticas que hay en la pizarra. Según las escribo en la libreta van apareciendo tatuadas en la palma de mi mano izquierda. Eso no me gusta nada. Oigo una voz conocida, me vuelvo, en la fila de atrás está Aumesquet, un compañero de instituto al que no veo desde hace años. Está muy delgado, parece incluso más joven que entonces. Me hace señas, dice que después de clase tenemos que hablar.
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Entro en un local muy blanco con paredes de baldosas y estanterías con tubos de ensayo. Me siento en una de las bancas, saco una libreta y pregunto a un compañero por qué lección van. Hoy es el primer día de clase, dice. Me alegro muchísimo porque pensaba que había llegado a mitad de curso. Copio las fórmulas matemáticas que hay en la pizarra. Según las escribo en la libreta van apareciendo tatuadas en la palma de mi mano izquierda. Eso no me gusta nada. Oigo una voz conocida, me vuelvo, en la fila de atrás está Aumesquet, un compañero de instituto al que no veo desde hace años. Está muy delgado, parece incluso más joven que entonces. Me hace señas, dice que después de clase tenemos que hablar.