domingo, 18 abril 2010. Laura y Pateta van con sus hijos por la calle. Los saludo por no me ven. Sólo su hijo me señala y dice ¡Pocoyo! Me fijo en que llevo una falda azul eléctrico que no sé de dónde ha salido. Subo a un autocar, saludo, pero tampoco nadie parece verme. Desde la ventanilla veo pasar a Marcos, muy diligente por la calle, con una nariz roja de payaso. Le hago señas, pero tampoco me ve. El autocar da una curva cerrada y entra en un garaje particular, convertido en cuarto de estar, donde varias personas están comiendo. Una de las pasajeras dice que ella también se comería ahora mismo un plato de macarrones. Todos bajan, el conductor dice que pararemos media hora. Ya que nadie puede verme, doy una vuelta por el interior de la casa. En una vitrina veo dos copas idénticas a las que compré en una tienda de beneficencia en Edimburgo. Me gustaría contárselo a alguien, pero nadie me ve ni me escucha. Yo sí te veo, dice una anciana. La anciana está metida en una cama pero, del revés, con los pies en el lado del cabecero. Dice que las copas están en venta como todo lo demás. Dice que no hablaba con nadie desde hacía años, que todos la tratan como si ya estuviera muerta. Me pregunta por los zapatos que llevo. Son unos tacones de ante gris que jamás había visto. Le cuento que deben de ser de mi madre porque me quedan pequeños. Me los quito y se los ofrezco. Se levanta de la cama con agilidad de niña y se los prueba. Me fijo en sus ojos, los tiene vivos y brillantes. Se lo digo, le digo que seguro que fue la moza más guapa del pueblo. Se ríe mientras se pone los tacones. No haga caso, usted no va a morirse, ¿cómo va a morirse llevando esos zapatos?, le digo.