jueves, 22 abril 2010. He ido a ver a mi amiga Begoña. Está sentada en un sillón de espaldas al dormitorio de su hijo mayor. Dentro, veo a Jorge despertándolo. De la cama salen dos niños, su hijo y otro muy pequeño, en calzoncillos, con pinta de macarra que no es Álvaro, su hijo pequeño. Estamos calladas y quietas, esperando que se marchen los tres. Cuando nos quedamos solas, Begoña me cuenta que está harta de que su hijo mayor traiga amigos a dormir a casa, sobre todo a ése que es el peor de todos. Le digo que tenía razón con su pelo, que en las fotos que tengo suyas, primero tenía mucho, después casi nada y ahora ha vuelto a recuperarlo. Me caes bien, dice. En ese momento, Alberto sale de detrás del sofá y le tiende un papel. Aquí tienes la lista de psiquiatras que me pediste, le dice.
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Me pruebo vestidos de fiesta en el dormitorio. Los hay negros lisos y de rayas de colores. Los negros están hechos de bandas de goma, demasiado ajustados. Los de rayas son de punto, demasiado sport. La ropa que me pruebo va quedando en dos montones en el suelo. Un montón negro y otro montón de colorines. Cada vez que me pongo una prenda, salgo a la terraza a mirarme en un espejo enorme que hay entre los ficus. Es realmente agotador.
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Un hombre que vende baratijas junto a la Alcazaba, se acerca a nosotros y nos pregunta de qué pueblo somos. Le decimos que no somos turistas. Muy bien, dice, nunca se debe decir el pueblo del que es uno y si alguien lo adivina hay que negarlo. Le digo que yo nunca lo negaría. El hombre tira de Alberto para apartarlo de mí, se sientan en una terraza y el hombre saca dos vasitos pequeños con un líquido rosa. Reparte entre los dos vasos un sobrecito de lo que parece un medicamento y se lo toman. No deberías haberte casado con ella, dice. Mientras tanto, en segundo plano, va a celebrarse una boda. Los invitados llegan en coches de caballo. Lo raro es que los novios llegan los últimos en un coche amarillo, bastante ridículo, tirado por ponis. Una de las invitadas es Rafaela Carrá, vestida de azul eléctrico, con falda muy corta y un liguero azul a juego. Baja las escaleras y se tira al suelo haciendo una figura con su cuerpo. Todos los que están allí aplauden. Mi madre dice que este año se lleva enseñar el liguero y que ya podía ponerme yo uno para la boda que tengo en mayo. Una de mis tías, como si yo no estuviera delante, le dice a mi madre que no se esfuerce, que iré como siempre hecha un mamarracho, y después critica mi pelo. Me hago una coleta, la coleta se me queda en la mano y se la doy. Estarás contenta, le digo.
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Me pruebo vestidos de fiesta en el dormitorio. Los hay negros lisos y de rayas de colores. Los negros están hechos de bandas de goma, demasiado ajustados. Los de rayas son de punto, demasiado sport. La ropa que me pruebo va quedando en dos montones en el suelo. Un montón negro y otro montón de colorines. Cada vez que me pongo una prenda, salgo a la terraza a mirarme en un espejo enorme que hay entre los ficus. Es realmente agotador.
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Un hombre que vende baratijas junto a la Alcazaba, se acerca a nosotros y nos pregunta de qué pueblo somos. Le decimos que no somos turistas. Muy bien, dice, nunca se debe decir el pueblo del que es uno y si alguien lo adivina hay que negarlo. Le digo que yo nunca lo negaría. El hombre tira de Alberto para apartarlo de mí, se sientan en una terraza y el hombre saca dos vasitos pequeños con un líquido rosa. Reparte entre los dos vasos un sobrecito de lo que parece un medicamento y se lo toman. No deberías haberte casado con ella, dice. Mientras tanto, en segundo plano, va a celebrarse una boda. Los invitados llegan en coches de caballo. Lo raro es que los novios llegan los últimos en un coche amarillo, bastante ridículo, tirado por ponis. Una de las invitadas es Rafaela Carrá, vestida de azul eléctrico, con falda muy corta y un liguero azul a juego. Baja las escaleras y se tira al suelo haciendo una figura con su cuerpo. Todos los que están allí aplauden. Mi madre dice que este año se lleva enseñar el liguero y que ya podía ponerme yo uno para la boda que tengo en mayo. Una de mis tías, como si yo no estuviera delante, le dice a mi madre que no se esfuerce, que iré como siempre hecha un mamarracho, y después critica mi pelo. Me hago una coleta, la coleta se me queda en la mano y se la doy. Estarás contenta, le digo.