domingo, 19 junio 2011. Alberto y yo tenemos que pasar en Roma cuatro horas hasta que salga nuestro avión. Un coche con dos ancianas sale de una calle muy estrecha, parece una casa particular, nos colamos en un despiste del vigilante. Alberto baja al jardín y se baña completamente vestido en una lago artificial. Justo en el momento en que estoy pensando que podría ser feliz en un sitio así, un chico idéntico a Eduardo me pregunta, ¿vives aquí? Le explico que me he colado, que estoy esperando a que mi marido salga del agua, que no somos italianos, que estamos haciendo tiempo. Dice que parezco italiana. Le digo que mi bisabuelo era de Florencia. Blasfema en italiano, dice que los florentinos le caen mal, que son todos unos pijos. Tú no, dice. Nos reímos. Alberto llega con la ropa empapada, me enseña dos piedras que me ha traído del lago artificial. Pienso que quizá no me dejen meterlas en el avión. El chico dice que quiere presentarnos a sus amigos. Todos quieren preguntarme cosas. Alberto dice que se están burlando de mí, que me toman por una paleta, que les hable de todos los países que conozco y que les recuerdo de somos Campeones del mundo. A veces es mejor así, le digo. Un chico quiere regalarme una botella de Grappa y otro un abrebotellas. Les explico que no voy a facturar, que lo siento. Se ríen de mí, dicen que hemos perdido cuatro horas porque no hemos sabido planear el viaje. Miro al doble de Eduardo y pienso que no hemos perdido cuatro horas, al contrario. Él me mira con cierta vergüenza ajena. Un taxi está esperándonos. Con toda naturalidad, me cambio de ropa delante de todos, nos despedimos y se van. Intento hacerle alguna foto al chico, pero todas salen a contraluz a pesar de que es de noche. Lo raro del sueño es que todo el tiempo llevo una toalla azul en la cabeza, con toda la naturalidad del mundo, como si acabara de salir de la ducha.