domingo, 7 agosto 2011. Begoña y yo vamos de visita a casa del escritor Chivite. Es una casa rústica, paredes de piedra y muebles de madera oscura. Él está en una hamaca de lona. Nos reciben dos chicas que hacen las veces de secretaria. Begoña me dice al oído, Realmente guapo, y saca el ordenador. Mira el horario de los trenes. Después de decir que el último sale a las 10.30, me enseña fotos de gatos. Una de las secretarias saca su móvil, se muestran mutuamente fotos de gatos que llevan a sus crías en la boca. Mientras tanto Chivite lanza piedras por la ventana a unos niños que pasan en bici. Los niños se ríen y le lanzan otras. Pienso que quizá ésa sea su forma de conseguir piedras. Le pregunto si ha disfrutado la que le dejé la semana anterior. No sabe de qué le hablo. Está sobre la mesa, se la acerco. Es una geoda. La toca como la tocaría un ciego. Siete días, dice con los ojos cerrados. Vacío mi bolso sobre la mesa, llevo muchas cosas inútiles, busco un botón transparente y, cuando nadie me ve, lo meto en el bolso de Chivite para que cuando lo vea se acuerde de mí. Mientras acaricia la geoda cuenta que una vez dejó de escribir durante años porque vio que la fama se le acercaba demasiado. Le digo que no se preocupe, que sólo tiene que seguir haciéndolo como hasta ahora y todo irá bien. Begoña dice que tenemos que irnos. Una de las secretarias me abraza, dice que se alegra de volver a verme. No voy a volver, si quiere verme tendrá que venir él, le digo. Te quiero mucho, me dice. Siete días, le respondo.