jueves, 17 diciembre 2009. Estoy en un bar con el poeta Alejandro Robles. Nos extraña ver que sobre cada mesa, en vez de cenicero o vasos, haya berenjenas. Mientras Ale pide unas cervezas, voy al servicio. Al mirarme al espejo veo que llevo una capa. No comprendo de dónde ha salido. Por más que me la quito, la capa vuelve a aparecer. Ya no estoy segura de si llevo una o cientos de capas una debajo de la otra. Caigo agotada al suelo. Ale abre la puerta del baño mira a ver si estoy y se marcha. Desde debajo de las capas intento pedirle ayuda, pero no me ve.
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Estoy en una casa que sólo tiene paredes, si miras hacia arriba se ve el cielo, un sol radiante que lo ilumina todo. La casa tiene tantas habitaciones que parece un laberinto. Me siento muy feliz. En una de las habitaciones veo a mi suegra subida al alféizar de la ventana, corro hacia ella para que no caiga al vacío. Suena el timbre. Como tampoco hay puertas cualquiera puede salir y entrar a su antojo. Entra un médico y cuatro enfermeras. Mi suegra les dice que le enchufen los dos nervios que se le han soltado. Una enfermera le mete las manos en la espalda, como si fuesen de plastilina. El médico toma notas en una libreta. Finalmente me dicen que no podrá volver a andar. Mientras salen, varios albañiles han entrado en la casa y se llevan los marcos de las ventanas y algunas losas del suelo. Otros tipos ataviados con mono azul me extienden una factura. No sé de dónde ha salido tanta gente ni tengo manos para atenderlos a todos. Mi suegra saca una caja de lata de debajo de la cama. Págales y que se vayan todos, dice. Salgo de la casa a respirar y veo como el médico se marcha del brazo de una de las enfermeras. Lo veo agacharse de vez en cuando a coger piedras del suelo.
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Estoy en una casa que sólo tiene paredes, si miras hacia arriba se ve el cielo, un sol radiante que lo ilumina todo. La casa tiene tantas habitaciones que parece un laberinto. Me siento muy feliz. En una de las habitaciones veo a mi suegra subida al alféizar de la ventana, corro hacia ella para que no caiga al vacío. Suena el timbre. Como tampoco hay puertas cualquiera puede salir y entrar a su antojo. Entra un médico y cuatro enfermeras. Mi suegra les dice que le enchufen los dos nervios que se le han soltado. Una enfermera le mete las manos en la espalda, como si fuesen de plastilina. El médico toma notas en una libreta. Finalmente me dicen que no podrá volver a andar. Mientras salen, varios albañiles han entrado en la casa y se llevan los marcos de las ventanas y algunas losas del suelo. Otros tipos ataviados con mono azul me extienden una factura. No sé de dónde ha salido tanta gente ni tengo manos para atenderlos a todos. Mi suegra saca una caja de lata de debajo de la cama. Págales y que se vayan todos, dice. Salgo de la casa a respirar y veo como el médico se marcha del brazo de una de las enfermeras. Lo veo agacharse de vez en cuando a coger piedras del suelo.