casa-museo

lunes, 21 diciembre 2009. Alberto dice que la casa de la abuela de Odila ahora es una casa-museo. Me extraña porque la derribaron, le digo. Efectivamente la casa sigue en pie. Los carteles de entrada están en portugués. No reconozco nada, han tirado los tabiques y construido a su antojo. Todo esto es mentira, protesto. Alberto pasa entusiasmado, dice que quiere ver la biblioteca. A la entrada han puesto un restaurante muy lujoso con mesas exquisitamente vestidas, sin embargo la comida es autoservicio, la sirve una monja desde un carrito tipo salchichas Uranga. Una de las monjas que hace de camarera, me dice que no está permitido llevar niñas. Me fijo entonces en que mi hermana, tendrá unos cuatro años, corretea entre las mesas. La tomo de la mano y sigo a Alberto. Entramos en la casa. Nada que ver con la que yo conocía, sólo han mantenido las losas del suelo. Todavía se ve dónde terminaba una habitación y empezaba otra. Le señalo a Alberto el suelo de la que era la cocina. Aquí jugaba yo, le digo, pero él pasa de largo en busca de la biblioteca. Le digo que nunca hubo una. Ahí estaba la sala del piano y este era el cuarto donde dormía Paquito, le digo. Ahora hay una biblioteca, pero en vez de libros hay frascos de farmacia. En otra habitación que no se visita hay muebles amontonados. Aquí está todo, le digo. Cojo a mi hermana de la mano y salgo de allí indignada. Y triste. A la salida hay una escalera tan empinada que parece una pared. Mi hermana comienza a correr y temo que resbale. Un tipo me dice que no tenga miedo. Le explico que soy muy hábil, que sólo temo que mi hermana se haga daño. Tu hermana ya está abajo, dice. Los diminutos escalones desaparecen, la pared queda completamente vertical y lisa, y caigo.