domingo, 13 diciembre 2009. Me encuentro por la calle al que se supone es un amigo al que no veo hace mucho, pero sólo es una cabeza con una nariz enorme, en forma de plátano. La abrazo, le doy muchos besos y le digo cuánto me alegro de verle.
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Camino por un descampado. Al fondo veo un edificio enorme iluminado. Me llevo cierta decepción al acercarme y comprobar que es un edifico de El corte inglés. Una chica resuelta se me acerca, dice que tiene tiempo de acompañarme para que no me pierda. Demasiado resuelta, pienso. La chica dice que podemos volver a vernos. Dame tu teléfono, dice. Mejor dame tu mail, respondo. La chica me da un mail y pienso que acaba de inventárselo. Casi me alegro. Después me da un beso en los labios y desaparece.
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Estoy asomada a una terraza que da a una cala. No hay arena, sólo piedras que brillan. El agua es naranja. No me canso de mirarlo. Aparece un grupo de motoristas y plantan sus tiendas de campaña sobre las piedras. Pienso que ya no podré bajar a coger ninguna. Una niña se me acerca, me tira de la ropa y me dice que tengo que ir a ver a un tipo que conozco al hospital. Un celador me dice que tengo que apuntarme en una lista y que él, el tipo, nos irá llamando para despedirse. En éstas, la puerta se abre. Veo una habitación pequeñísima, con una cama minúscula donde él está sentado, envejecido, consumido. Hay alguien hablándole a los pies de la cama, se despiden. Pienso en que no sabré qué decirle, pienso en que no lleva sus gafas y que tal vez no me reconozca. El tipo levanta la mano y me saluda. Yo sonrío y doy saltitos, como si saludara a un niño que va en un tiovivo. Me alegra verle sonreír. La puerta se cierra. Mientras espero mi turno para entrar, pienso en que le diré que no tiene que preocuparse por nada, que puede morir tranquilo, que yo cuidaré de sus padres.
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Camino por un descampado. Al fondo veo un edificio enorme iluminado. Me llevo cierta decepción al acercarme y comprobar que es un edifico de El corte inglés. Una chica resuelta se me acerca, dice que tiene tiempo de acompañarme para que no me pierda. Demasiado resuelta, pienso. La chica dice que podemos volver a vernos. Dame tu teléfono, dice. Mejor dame tu mail, respondo. La chica me da un mail y pienso que acaba de inventárselo. Casi me alegro. Después me da un beso en los labios y desaparece.
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Estoy asomada a una terraza que da a una cala. No hay arena, sólo piedras que brillan. El agua es naranja. No me canso de mirarlo. Aparece un grupo de motoristas y plantan sus tiendas de campaña sobre las piedras. Pienso que ya no podré bajar a coger ninguna. Una niña se me acerca, me tira de la ropa y me dice que tengo que ir a ver a un tipo que conozco al hospital. Un celador me dice que tengo que apuntarme en una lista y que él, el tipo, nos irá llamando para despedirse. En éstas, la puerta se abre. Veo una habitación pequeñísima, con una cama minúscula donde él está sentado, envejecido, consumido. Hay alguien hablándole a los pies de la cama, se despiden. Pienso en que no sabré qué decirle, pienso en que no lleva sus gafas y que tal vez no me reconozca. El tipo levanta la mano y me saluda. Yo sonrío y doy saltitos, como si saludara a un niño que va en un tiovivo. Me alegra verle sonreír. La puerta se cierra. Mientras espero mi turno para entrar, pienso en que le diré que no tiene que preocuparse por nada, que puede morir tranquilo, que yo cuidaré de sus padres.