sábado, 16 enero 2010. Estoy en un edificio con escaleras enormes. Parece noche vieja. Pasa mucha gente con ropa de fiesta y racimos de uva en las manos. Pasan a mi lado como si yo fuera invisible. Oigo decir que Carmen y Enrique han llegado. Subo a todo correr para encontrarme con ellos, pero tampoco pueden verme. En el piso de abajo me espera Alberto, que piensa que le he dado plantón porque también soy invisible para él. Me siento en la escalera a esperar ser visible o a que ellos recuperen la vista. Al cabo de un rato, Kb se sienta a mi lado sin verme, sin saber que estoy allí, y saca unas hebras de hilo de colores. Pienso que esas hebras eran para mí y está triste porque no ha podido dármelas.
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Vivo en una casa sin puertas ni ventanas. A cada momento llegan parejas, familias enteras, diciendo que esa casa es suya y que tengo que marcharme. Los voy acomodando en el salón y les digo que tengan paciencia, que pronto llegará la policía con los papeles de la casa para demostrar que es mía. Todos sacan papeles a la vez y los agitan sobre sus cabezas. ¡Es mía, es mía!, gritan a la vez.
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Alberto y yo llevamos dentro de los puños cerrados la cenizas de su madre. Caminamos hasta un árbol y las lanzamos contra el tronco. Alberto dice que lo acompañe a sacarse el carnet de vehículos pesados. Camina tan deprisa delante de mí que no puedo alcanzarlo. Al llegar a una rotonda, unos tipos de su trabajo nos disparan con armas de juguete. Alberto saca una metralleta enorme. Juegan un rato. Los observo desde lejos. Subimos a unas ruinas y caminamos en fila. El suelo está cubierto de exvotos infantiles, ángeles y niños de rodillas rezando. Cojo del suelo una niña-sirena que cuelga de un lazo celeste de raso pensando en que puede gustarle a mi amigo Luciano. Inmediatamente la vuelvo a dejar en el suelo. Joan, que camina detrás de mí, me dice que no la deje, que hay que guardarlo todo porque si no acabará perdiéndose. Me extraña que precisamente él diga eso. Le explico, como si no me conociera ya de sobra, que yo antes guardaba cosas, pero que he decidido deshacerme de todo. Sólo guardaré hebras de hilo. Hoy empiezo a juntar, le digo.
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Vivo en una casa sin puertas ni ventanas. A cada momento llegan parejas, familias enteras, diciendo que esa casa es suya y que tengo que marcharme. Los voy acomodando en el salón y les digo que tengan paciencia, que pronto llegará la policía con los papeles de la casa para demostrar que es mía. Todos sacan papeles a la vez y los agitan sobre sus cabezas. ¡Es mía, es mía!, gritan a la vez.
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Alberto y yo llevamos dentro de los puños cerrados la cenizas de su madre. Caminamos hasta un árbol y las lanzamos contra el tronco. Alberto dice que lo acompañe a sacarse el carnet de vehículos pesados. Camina tan deprisa delante de mí que no puedo alcanzarlo. Al llegar a una rotonda, unos tipos de su trabajo nos disparan con armas de juguete. Alberto saca una metralleta enorme. Juegan un rato. Los observo desde lejos. Subimos a unas ruinas y caminamos en fila. El suelo está cubierto de exvotos infantiles, ángeles y niños de rodillas rezando. Cojo del suelo una niña-sirena que cuelga de un lazo celeste de raso pensando en que puede gustarle a mi amigo Luciano. Inmediatamente la vuelvo a dejar en el suelo. Joan, que camina detrás de mí, me dice que no la deje, que hay que guardarlo todo porque si no acabará perdiéndose. Me extraña que precisamente él diga eso. Le explico, como si no me conociera ya de sobra, que yo antes guardaba cosas, pero que he decidido deshacerme de todo. Sólo guardaré hebras de hilo. Hoy empiezo a juntar, le digo.