domingo, 11 de julio 2010. Entro a una calle sin farolas y edificios que se caen a pedazos. Un grupo de cuatro o cinco personas me pregunta si pueden ir conmigo porque solos les da miedo. Dos de ellos son dos ancianas. Caminamos muy despacio porque yo quiero disfrutar del paisaje. Ellos quieren salir de allí cuanto antes. Al final del recorrido hay una plaza porticada encalada con baldosas muy antiguas. Ellos la cruzan rápidamente, corren hacia la salida, pero la salida está cerrada por una cancela de hierro y un lodazal. Lo cruzo y empujo la puerta. Ya podéis salir, les digo. No se mueven, dicen que temen mancharse.
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En una acera, junto a un muro donde debería haber una parada de autobús, hay un montón de maletas apiladas. La gente hace cola al otro lado de la calle. Mi tía dice que nos pongamos nosotras también a la cola. Cuando el bus para al lado de las maletas, toda la cola cruza la calle, a la carrera, sin importarle el tráfico. Mi tía también. Una vez dentro del bus, me hace señas, dice a gritos que el tipo de letra que han usado en la portada de mi libro es igual a las letras de una marca de mochila. Todos me miran esperando una respuesta, yo me encojo de hombros.
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En una acera, junto a un muro donde debería haber una parada de autobús, hay un montón de maletas apiladas. La gente hace cola al otro lado de la calle. Mi tía dice que nos pongamos nosotras también a la cola. Cuando el bus para al lado de las maletas, toda la cola cruza la calle, a la carrera, sin importarle el tráfico. Mi tía también. Una vez dentro del bus, me hace señas, dice a gritos que el tipo de letra que han usado en la portada de mi libro es igual a las letras de una marca de mochila. Todos me miran esperando una respuesta, yo me encojo de hombros.