miércoles, 2 marzo 2011. Estoy con mi hermana y mi prima Cristina en una especie de nave industrial convertida en restaurante. La comida tiene muy mala pinta. Maldonado se sienta con nosotras y pide arroz con almejas a la camarera. La camarera le sirve un plato de arroz aguado y un mejillón enorme. Almejas, repite mirándola fijamente a los ojos. La camarera, sin apartar la mirada, mete la mano en la sopera y le pone varios mejillones en el plato. Maldonado se levanta ofendidísimo, le lanza varios billetes a la cara y se marcha. En la puerta han colocado un equipo de música con muchos cables, para salir tengo que tumbarme en el suelo e ir arrastrándome. Todos se ríen, incluso se acercan para hacerse fotos conmigo como si fuera una atracción de circo. Mi prima empieza a decir cosas muy raras. Mi hermana y yo nos miramos, pensamos que se ha vuelto loca. Buscamos una cabina para llamar a su marido, pero cada vez que lo intento las monedas se me caen al suelo. Finalmente consigo hablar con alguien, pero me dice que me he equivocado de número. El chico que está al otro lado del teléfono me cuenta que está muy nervioso porque tiene que irse de viaje y no sabe qué meter en la maleta. Intento ayudarle sin quitarle ojo a mi hermana y a mi prima. En ese momento aparece un montón de gente corriendo detrás de un coche de la policía. Hay fantasmas en un edificio, me dice mi hermana. Cuelgo. La policía dice que hagamos una cola y entreguemos un objeto personal a los nuevos inquilinos cuando llegue nuestro turno. Sólo llevo encima la ropa y un pasador en el pelo. No quiero deshacerme de él, pienso. Mi hermana dice que les dé tabaco y podremos irnos. No sé de qué me habla porque yo no fumo, pero, efectivamente, llevo una cajetilla en el bolsillo. La abro y sólo queda uno. ¿Será poco?, le pregunto a mi hermana que se encoge de hombros. Me fijo en el cigarrillo. Ni siquiera es de verdad, es de aquellos de plástico con boquilla que vendían hace años en las farmacias.