un libro de berbab

domingo, 11 febrero 2024. Antonio ha venido de visita (la casa no tiene nada que ver con la nuestra). Es un bajo y nos sentamos junto a una ventana que da a la acera. No hay cortinas, vemos pasar gente y coches, pero no parece importarle (me extraña, porque cuando estaba en su propia casa bajaba las persianas para que nadie pudiera verlo a pesar de vivir en un 13º). Sobre la mesa hay un libro envuelto en papel de regalo. Se lo quito. Hay otro papel de regalo más fino, se transparenta el precio. El libro es muy estrecho y pienso que será difícil leerlo sin que se desencuaderne. Un libro de Bernhard que no tenía, pienso (pero al fijarme mejor veo que es Berbab). No conozco al autor, digo. Te lo envía Marcos, dice. Estás más delgado, digo y él se levanta y me enseña unos vaqueros que se ha comprado y le quedan de maravilla. Le pregunto si quiere una cerveza de abadía (que tanto le gustaban). Ahora solo bebo agua, dice. Mientras voy a la cocina, lo oigo hablar, dice que Doñana se ha inundado. Mientras habla, veo las imágenes de lo que me está contando como si se reflejaran delante de mí en una pantalla de humo. Al abrir el frigorífico (que es muy pequeño y está bajo la encimera, me quedo con la puerta en la mano. No voy a poder darte agua fría, le digo desde la cocina. No responde. Me asomo. No está.
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Mi tía M me cuenta que mi hermana se ha peleado con su amiga. Pienso que quiere contarme que en realidad han sido ellas dos quienes se han peleado, y está allanando el camino de la conversación. Por lo visto ha perdido 80 euros, solo podían estar en un sitio y su amiga dice que en su casa no están. Yo creo que... (y hace un gesto de beber con la mano, dando a entender que lo ha perdido porque estaba borracha). Yo no digo nada. Decido dejarla hablar hasta que se canse.
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Alberto y yo llegamos a un restaurante-librería. Tiene dos puertas. Cuando va a entrar por la del restaurante, le pregunto si no íbamos a comprar libros. Al entrar, se cruza con una señora vestida de Chanel. Le habla muy acaramelada, se contonea, le pasa la mano por el pelo y la cara. A mí ni siquiera me saluda.
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Estoy en la cocina de mis padres haciendo comida para un batallón. Todo el tiempo entra y sale gente, no tengo espacio para nada y la tabla para cortar es muy pequeña. Alberto entra y friega una sartén. La sartén tenía aceite limpio para hacer un sofrito. ¡Dejadme todos en paz!, le grito al pobre que solo había venido a ayudar.