viernes, 6 mayo 2011. Manu Sánchez hace su programa "La semana más larga" desde dentro de lo que parece una máquina expendedora de chucherías con las paredes de cristal. Hay caramelos Pez de colores, rosas, amarillos y naranjas. Pienso que al menos han tenido el detalle de no poner caramelos verdes porque no le gustan. Los caramelos le llegan al cuello. El público está desbocado, saltan de sus asientos, corren hacia Manu para saludarlo, la regidora no puede contenerlos. Algunos van disfrazados por peñas. Los más entusiastas son unos chicos disfrazados de John Travolta. Temo que en un arrebato tumben la máquina y Manu se ahogue. Observo la escena desde un segundo plano, como si en realidad no estuviera allí. Examino la máquina, busco si tiene uno de esos garfios móviles para conseguir muñecos de peluche. Decido que voy a contar hasta diez, y si nadie lo ayuda, lo rescato de la urna como si fuera un premio.
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Al parecer me he mudado a un pueblo. Paso mi primer día midiendo las distancias poniendo un pie tras otro en línea recta, como si caminara sobre un cable. Apunto cada dato en una libreta. La plaza del pueblo es triangular, me recuerda a Fources. Escribo una F en la libreta. Hago un plano de la plaza. Hay tres buzones de Correos, justo delante de la iglesia, del bar y de un negocio de lápidas. Los buzones están demasiado cerca de las puertas hasta el punto de dificultar la entrada o salida. Me gusta que haya tres buzones, siento cierta seguridad, pienso que no me he equivocado mudándome allí. Me siento en un banco a escribirle a Chivite. En la carta le digo que me perdone por haberme ido a vivir a un pueblo tan pequeño.
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Salgo de un centro comercial. Andrés está en la puerta esperándome. Por su sonrisa sé que acaba de aprobar el carnet de conducir. ¿Dónde me llevas?, le digo. Conduce por una carretera de desierto de película del oeste. Mira, dice señalando unos árboles de troncos negros muy finos y retorcidos. ¡Nunca había visto unos árboles así!, le digo entusiasmada. Le pregunto si dan fruto. No, dice Andrés, dan caracoles.
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Al parecer me he mudado a un pueblo. Paso mi primer día midiendo las distancias poniendo un pie tras otro en línea recta, como si caminara sobre un cable. Apunto cada dato en una libreta. La plaza del pueblo es triangular, me recuerda a Fources. Escribo una F en la libreta. Hago un plano de la plaza. Hay tres buzones de Correos, justo delante de la iglesia, del bar y de un negocio de lápidas. Los buzones están demasiado cerca de las puertas hasta el punto de dificultar la entrada o salida. Me gusta que haya tres buzones, siento cierta seguridad, pienso que no me he equivocado mudándome allí. Me siento en un banco a escribirle a Chivite. En la carta le digo que me perdone por haberme ido a vivir a un pueblo tan pequeño.
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Salgo de un centro comercial. Andrés está en la puerta esperándome. Por su sonrisa sé que acaba de aprobar el carnet de conducir. ¿Dónde me llevas?, le digo. Conduce por una carretera de desierto de película del oeste. Mira, dice señalando unos árboles de troncos negros muy finos y retorcidos. ¡Nunca había visto unos árboles así!, le digo entusiasmada. Le pregunto si dan fruto. No, dice Andrés, dan caracoles.