miércoles, 4 marzo 2009. Subo por la Plaza de la Merced. Me doy cuenta de que en vez de bolso llevo una bolsa de agua caliente en la mano. Entro por una judería con casas reconstruidas que nunca había visto. Me siento en un hueco que da a un patio donde hay hombres disfrazados de moros y cristianos haciendo una pantomima de cambio de guardia. Por una parte, como estoy con los pies colgando sobre el escenario, tengo miedo de caer en cualquier momento, pero por otra siento una serenidad inmensa. De golpe he llegado a casa. Andrés está con mi familia viento en la tele un programa donde Caína está en una playa de chocolate, cubierta de chocolate de los pies a la cabeza. Sólo se le distinguen los ojos y los dientes. Saco cosas del bolso y las reparto. Algunas no sé qué son. Andrés dice que son artículos de sex-shop de muy mal gusto. Lo miro con asombro porque sólo son horquillas para el pelo. Un calzador cae al suelo con gran estruendo. Cada uno lleva lo que quiere en el bolso, me defiendo. De golpe estamos a punto de cruzar una calle. Mi hermana se adelanta porque ha visto un juguete en un escaparate y casi la atropella una apisonadora. Andrés me abraza. No puedo dejar de temblar.
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Alberto y un chico muy joven entran sin avisar y corren las cortinas. Una luz blanca irreal llena la habitación. El chico se tumba a mi lado, me besa y me acaricia con naturalidad, casi distraído, mientras Alberto nos cuenta asombrado que Antonio Cantos está desayunando dentro del coche con una mujer mucho mayor que él. No entiendo nada, ni quién es este chico, ni qué hace en mi cama, ni por qué me despiertan con noticias tan absurdas.