domingo, 1 febrero 2009. Alberto está leyendo el periódico en la terraza de la casa de mis padres. No comprendo cómo está de espaldas al paisaje porque donde antes estaba la cuesta que lleva al Conservatorio, ahora se ve el mar. El sol está a punto de ponerse, le digo. ¡He visto el rayo verde!, grito entusiasmada. En ese momento la duquesa de Alba aparece en la terraza y sin mediar palabra se lanza por la barandilla. Me asomo muy despacio por no ver de sopetón su cuerpo estrellado en la terraza del primer piso. Ahora hay una playa, y la duquesa sale feliz con la parte de arriba del bikini en la mano. Pues sus tetas al natural no son tan feas, pienso.
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Al entrar en el portal de la casa de mis padres me cruzo con Maripaz, una compañera del colegio con la que no tuve mucho trato. Me saluda muy sonriente y se ofrece a ayudarme a sacar la correspondencia del buzón. No entiendo nada. Efectivamente, cuando abro el buzón la mano no me cabe. Maripaz estira su brazo como un chicle y saca un buen montón de cartas que, al caer al suelo se hacen añicos como si fueran de porcelana. Recógelo rápido que viene el portero, dice. Hago un hueco con la falda, que también se estira como un chicle, y metemos todos los pedazo de papel dentro.
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Mi suegra gira como una peonza en la cocina. El suelo está mojado y sé que va a caer tarde o temprano, pero se lo está pasando tan bien que no le digo nada. Cuando está a punto de caer, levanto los brazos hacia ella con gesto de mago y ella cae a cámara lenta. El suelo se amolda a su cuerpo como un colchón.
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Mi madre nos guía, a mi padre y a mí, por una zona de hierba muy mullida que tiene la forma del mapa de América central. Eso es cuba, dice mi madre mirando sus apuntes, y aunque parezca que se puede llegar nadando está muy lejos. Nos tumbamos en la hierba. Le pregunto a mi padre si se siente cómodo cuando no tiene nada que hacer. No me responde, pero sé que, como yo, está pensando que ese momento feliz se acabará de un momento a otro. Mi madre dice que a partir de ahora no haremos fotos sino que dibujaremos el paisaje en un cuaderno. La veo mirar una torre de piedra y dibujar una cafetera. No digo nada. Mi padre me cuenta que, de niño, su abuelo le hacía comerse las cascarrias que se sacaba de la nariz. Mi madre interrumpe para ponernos protector solar en la cara.
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Al entrar en el portal de la casa de mis padres me cruzo con Maripaz, una compañera del colegio con la que no tuve mucho trato. Me saluda muy sonriente y se ofrece a ayudarme a sacar la correspondencia del buzón. No entiendo nada. Efectivamente, cuando abro el buzón la mano no me cabe. Maripaz estira su brazo como un chicle y saca un buen montón de cartas que, al caer al suelo se hacen añicos como si fueran de porcelana. Recógelo rápido que viene el portero, dice. Hago un hueco con la falda, que también se estira como un chicle, y metemos todos los pedazo de papel dentro.
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Mi suegra gira como una peonza en la cocina. El suelo está mojado y sé que va a caer tarde o temprano, pero se lo está pasando tan bien que no le digo nada. Cuando está a punto de caer, levanto los brazos hacia ella con gesto de mago y ella cae a cámara lenta. El suelo se amolda a su cuerpo como un colchón.
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Mi madre nos guía, a mi padre y a mí, por una zona de hierba muy mullida que tiene la forma del mapa de América central. Eso es cuba, dice mi madre mirando sus apuntes, y aunque parezca que se puede llegar nadando está muy lejos. Nos tumbamos en la hierba. Le pregunto a mi padre si se siente cómodo cuando no tiene nada que hacer. No me responde, pero sé que, como yo, está pensando que ese momento feliz se acabará de un momento a otro. Mi madre dice que a partir de ahora no haremos fotos sino que dibujaremos el paisaje en un cuaderno. La veo mirar una torre de piedra y dibujar una cafetera. No digo nada. Mi padre me cuenta que, de niño, su abuelo le hacía comerse las cascarrias que se sacaba de la nariz. Mi madre interrumpe para ponernos protector solar en la cara.