jueves, 26 febrero 2009. La cocina de mi madre está manga por hombro. Intento preparar una pastela. A la mesa me esperan más de diez comensales.
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Juan Pardo Vidal está de pie en una parada de bus. Lo miro desde el final de la calle. Nos miramos, nos reímos.
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Alberto, Salvador y yo hemos vuelto de la playa y estamos echados en un colchón. Por la ventana vemos a Cantos, está en un banco mirando una revista porno. Me llama la atención que lo haga en plena calle mientras pasa gente a su lado. Alberto dice que, según las estadísticas, un individuo tan primitivo es más interesante para los científicos. Hundo la cabeza entre las sábanas para que no noten que estoy llorando. Salvador me pregunta la hora, tengo los ojos llenos de lágrimas y no puedo verla. Me besa para consolarme.
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En una tasca, oigo una conversación sobre carreteras cortadas por la nieve. Cuando me vuelvo, veo salir al escritor Chivite. Mide más de dos metros.
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En el salón de la casa de mis padres hay una moto que debo limpiar de barro. Llevo una mochila que expulsa agua a presión. Después intento tender los trapos con los que la he secado, pero el tendedero sale de ventana en vertical, hacia el cielo.
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Juan Pardo Vidal está de pie en una parada de bus. Lo miro desde el final de la calle. Nos miramos, nos reímos.
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Alberto, Salvador y yo hemos vuelto de la playa y estamos echados en un colchón. Por la ventana vemos a Cantos, está en un banco mirando una revista porno. Me llama la atención que lo haga en plena calle mientras pasa gente a su lado. Alberto dice que, según las estadísticas, un individuo tan primitivo es más interesante para los científicos. Hundo la cabeza entre las sábanas para que no noten que estoy llorando. Salvador me pregunta la hora, tengo los ojos llenos de lágrimas y no puedo verla. Me besa para consolarme.
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En una tasca, oigo una conversación sobre carreteras cortadas por la nieve. Cuando me vuelvo, veo salir al escritor Chivite. Mide más de dos metros.
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