helsinki

lunes, 2 febrero 2009. Mientras Elena, mi sobrina, se prueba una chaqueta de pelo de cabra, su hija duerme en mis brazos. Le pregunto cuándo tendrá oportunidad de ponerse una prenda de tanto abrigo. Cuando viva en Helsinki, dice. Prométeme que me traerás una piedra, le digo. Después le pfrezco semillas de pimiento, las comemos despacio con el miedo y la esperanza de encontrar una que haga que nos ardan los labios.
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Alberto y yo recogemos ropa tendida que hay detrás de la cortina del dormitorio. En vez de estar sujeta con pinzas, lo está por rotuladores. Amontonamos todo sobre la cama. Oímos una conversación en la calle. Una madre no sabe dónde celebrar el cumpleaños de su hija. ¡Aquí hay sitio de sobra!, le grita Alberto. Si suben me marcho para siempre, le digo.
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Busco un anillo hecho con cuatro conchas y una goma azul. No es bonito y además te hace daño, dice Alberto. Me lo regaló Begoña, le respondo.
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La casa de Blanco está llena de gente. Supongo que es una fiesta, aunque más bien parece una calle muy transitada, ya que nadie habla con nadie. Se me acerca como puede y me dice que estoy demasiado delgada. La gente desaparece y la casa es ahora un patio donde varios camareros apilan cajas de botellas vacías. Hay un escaparate con sandalias de verano. Cruzo el comedor de un restaurante y salgo a una carretera sin asfaltar. Una monja me pregunta si vengo de misa. Acabo de salir de clase, le respondo. La monja me acompaña durante un tramo sin dejar de hablar. Al llegar al final de la calle le doy esquinazo. Oigo conversaciones y procuro retenerlas cerrando los ojos. Al abrirlos de nuevo, me veo reflejada en un escaparate, llevo una camiseta negra de tirantes que efectivamente me hace extremadamente delgada.