domingo, 9 junio 2024. Se supone que estamos en Mallorca. Yo voy en bañador, un bañador gris muy feo con las gomillas dadas de sí. Encima llevo un vestido camisero sin abrochar (más que vestido parece una batilla de vieja de pueblo). Estamos en un balcón mirando cómo pasa una especie de procesión o desfile (unas chicas que parecen muñecas disfrazadas de caperucita y unos chicos vestidos de pastorcillos). Le doy un codazo a Alberto para que nos vayamos. Una vieja de pueblo muy fea me dice que ya era hora (mirándome de arriba abajo). Pienso que tiene razón, que ver una procesión en bañador no es muy propio, pero como me ha caído mal, le respondo con una enorme sonrisa que, desde luego ya estaba loca por marcharme. Antes de desaparecer me doy la vuelta y me despido con la mano más sonriente si cabe, para fastidiarla más. Bajamos en un ascensor estrechísimo de madera, con una chica muy arreglada. se presenta como la alcaldesa y se disculpa por las dimensiones del ascensor. Le digo que me encantan las cosas antiguas, que no se le ocurra hacer reformas, que las reformas suelen estropear las cosas con personalidad. No dice nada. En la puerta no invita a subir a un microbús para ver el resto de la isla. Entramos. El conductor recorre unos cinco metros y dice que ya hemos llegado. Hay un bar. Pienso que será de un pariente suyo y quiere que hagamos gasto. Nos toman por turistas tontos, le digo a Alberto. Alberto se ha sentado en un poyete de obra a charlar con una chica que se queja de que no liga nada. Me acerco, le digo que ligar es muy fácil. Solo tienes que hacer reír a la otra persona y olvidarte de ese que te gusta porque solo va con mujeres de pago, le digo. Alberto me fulmina con la mirada. Yo, le digo con la mía, que he dicho mujeres de pago, no putas. El camarero me dice que si quiero tomar algo me lo prepare yo misma, y me da una batidora. Está sin estrenar. Me cuesta abrir la caja. Dentro ya trae una especie de frutillas blancas y algo de líquido. Cuando bato, todo sale despedido y mancho a todos los parroquianos que ríen como si me hubieran gastado una broma. Les sigo el juego. El camarero dice que soy muy graciosa, que si quiero quedarme a vivir en la isla encontraría trabajo enseguida. Miro a la chica como diciéndole, ¿lo ves? Respondo muy seria que solo aceptaría un trabajo en el que llevara un uniforme de caperucita, como el de las chicas de la procesión. Todos ríen a carcajadas. Empiezo a no estar cómoda. Le digo a Alberto que vamos a perder el avión y que todavía no hemos pasado por la librería a la que quería ir. Yo la llevo, ¿qué librería es?, dice el conductor del microbús. Se llama La espuma de las páginas, respondo sin pensar. Al momento me doy cuenta de que esa librería estaba en París, no en Mallorca, pero no corrijo. Le pregunto a la chica si ha visto la cueva, que nos daría tiempo por que está justo al lado del bar. El conductor se ríe a carcajadas. La cueva está a más de ocho kilómetros, dice.