coches y jardines

viernes, 9 mayo 08. Voy hacia la Alameda de Colón con Alberto y mi padre. Veo a Camilo cruzar la calle, me vuelvo varias veces para saludarlo, pero no nos ve. Lo veo caminar de espaldas con su chaqueta amarilla de cuero. De espaldas no parece que haya nacido en Segovia, pienso.
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Voy en un coche muy pequeño con Alberto, mi padre y doña Elvira, una vecina de mi madre que murió hace muchos años. Conduce mi padre, se pierde varias veces, y al final llegamos a la azotea de un bloque en ruinas. Empieza a caminar por la fachada hacia abajo y me dice que le siga. Ato el coche a una soga y lo bajo sin esfuerzo hasta la cornisa donde me espera mi padre. Una vez allí, me dice que le cuente lo que veo. Me asomo por un ventanuco y le voy diciendo en alto: dos ollas a presión, varias escopetas, una cámara de fotos. Mi padre me pide que saque conclusiones. Aquí falsificaban dinero, le digo.
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El dormitorio de mi tía Mari está lleno de fotos en blanco y negro. Las tiene apiladas sobre la cama. Son fotos en las que aparece el asesino, me dice, y tienes que decirnos quién es. Por la ventana veo a unos hombres enormes armados con palos entrando en el jardín. Le digo a mi hermana, que es una niña, que se esconda debajo de la cama bien pegada a la pared, que yo la protegeré con mi cuerpo. No hagas ruido ni llores, oigas lo que oigas, le digo. Desde debajo de la cama, esperamos a que los hombres entren y no nos encuentren.
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Alberto conduce un coche antiguo por un jardín muy estrecho, adornado con casitas de madera tirolesas. Las esquiva todas. Llegamos a una zona de piedra donde el coche no puede dar la vuelta. Sal y dale la vuelta, me dice, como si yo tuviera la fuerza de Supermán. Volvemos al jardín, hay más casas que antes, Alberto teme que algún adorno rompa los bajos del coche. Acelera, aplasta varias casitas. Suenan igual que cuando pisas una bolsa de patatas fritas.
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Estamos viendo la tele con mi suegra. Un equipo de fútbol se despide de unas chicas. Qué amables esas chicas, venir desde tan lejos para hacerles compañía, dice la madre de Alberto. Le digo que son prostitutas. Ahora entiendo que llevaran tan poca ropa, me dice. Delante tenemos una mesa con expositor llena de alhajas. De vez en cuando, nos ofrece alguna para que nos la comamos. Alberto pide una de fresa y su madre le da un broche con una piedra roja.