martes, 29 abril 2008. Paseo con Juan Francisco por un pueblo que parece Edimburgo en miniatura, ya que los edificios apenas sobrepasan nuestras cabezas. Siento haber olvidado la cámara de fotos, le digo. En las calles no hay nadie y la luz blanca del sol contrasta con la negrura de las casas. Después del paseo entramos en un patio donde nos están esperando. Es un patio encalado, incluso el suelo. Me siento a descansar junto a un oso, también miniatura, que cabe en la palma de mi mano. El oso lleva sombrero. El oso y yo escarbamos la cal del suelo y me doy cuenta de que han pintado sobre la propia tierra. Juan Francisco me dice que es lo normal en estos casos.
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Llego a casa de mi abuela. Mi madre, antes de saludarme siquiera, me dice que cómo he podido salir así vestida. Entro en el dormitorio de mi tía y me miro en el espejo. Efectivamente, llevo un abrigo horrible que me queda enorme, las medias caídas y unos zapatos de tacón cuadrado feísimos. No comprendo cómo pude pensar que este iba a ser el modelo que llevaría a la boda, me digo. Me quito el abrigo. El vestido que llevo debajo es aún más feo. Busco en el armario de mi tía algo que ponerme. En el armario sólo hay ropa con estampados años 70 y, cada prenda, en vez de estar colgada o doblada, está envolviendo adornos de navidad.
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Llego a casa de mi abuela. Mi madre, antes de saludarme siquiera, me dice que cómo he podido salir así vestida. Entro en el dormitorio de mi tía y me miro en el espejo. Efectivamente, llevo un abrigo horrible que me queda enorme, las medias caídas y unos zapatos de tacón cuadrado feísimos. No comprendo cómo pude pensar que este iba a ser el modelo que llevaría a la boda, me digo. Me quito el abrigo. El vestido que llevo debajo es aún más feo. Busco en el armario de mi tía algo que ponerme. En el armario sólo hay ropa con estampados años 70 y, cada prenda, en vez de estar colgada o doblada, está envolviendo adornos de navidad.