viernes, 16 mayo 2008. Hay un fiesta en casa de Andrés y Elisa. Hay tanta gente en el portal que es imposible llegar al ascensor. Intento subir por las escaleras, pero hasta llegar allí tardo más de media hora. Todos me dicen que espere, que no suba andando. No hago caso. Las escaleras parecen de Versalles. Cada planta es un palacio decorado en un color distinto. En cada planta, la misma mujer, me pregunta si los vecinos de Elisa son panaderos. Cuando llego al último piso, no es un piso, es toda una ciudad, y la fiesta es una feria popular donde venden roscos y fritanga. Mi familia está sentada en una mesa larga en una de las aceras. Mi madre me hace señas con la mano. Pasa un coche de muertos abollado por delante. Entran en la iglesia y descargan un ataúd. Se oye que alguien canta el himno de la República. Alberto se levanta de la mesa y va hacia la iglesia. Voy tras él. Mi madre se santigua. Me asomo por una ventana muy pequeña y veo dos cuerpos en el ataúd abierto, los dos tumbados boca arriba, uno sobre el otro. El que está debajo mueve los ojos y la boca, aunque tiene el color de los muertos. Salgo a la calle con arcadas. Intento volver a la mesa donde está mi familia, pero me confundo de camino. No puedo subir una cuesta porque me fallan las piernas, me agarro al suelo arañándolo con las manos. Parece cal. Cuando estoy arriba, miro hacia abajo y vuelvo a estar donde empecé.