bizcocho, cáscaras de pipas y regaliz rojo

miércoles, 27 abril 2011. Unas cuantas personas que no conozco están sentadas a la mesa. Se supone que están esperando el postre. Mi madre y mi tía sacan un montón de cacharros de cocina, la cocina parece un garaje. Les digo que me dejen organizar a mí. En un momento hago una tarta de manzana enorme y ordeno la cocina. Mi madre dice que a la tarta le falta algo. La tarta se ha convertido en un bizcocho seco. Preparo un glaseado y lo dejo sobre la mesa, pero en un descuido mi tía se lo come a cucharadas y mi madre se come el bizcocho a palo seco, mientras me repite con la boca llena: Esa gente está esperando su postre. Consigo reconstruir la tarta con dos capas de bizcocho, relleno de manzanas asadas y mermelada, y lo cubro con lo que queda del glaseado. Me vuelvo un momento porque un cazo con leche está hirviendo y rebosa. Cuando voy a llevar la tarta a la mesa, mi madre está volcándole encima un paquete de un kilo de azúcar. Me tiro al suelo y lloro desesperadamente.
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Juan y yo estamos sentados sobre un cubo de cemento que hay a la puerta de una librería. Se supone que estamos esperando a que abran. Miramos pasar los coches por la carretera, embelesados, como si estuviéramos delante del más maravilloso de los paisajes. A Juan le suena el móvil, se levanta para hablar. Le digo que no me deje sola. Ten, dice, y me pone algo en la mano, después me la cierra con fuerza. Se supone que me lo da en prenda, que volverá. El tiempo pasa, la carretera se ha convertido en una playa. Isa llega en bañador y se sienta a mi lado, me pregunta si no me baño. Le digo que nunca voy a la playa. Se ríe de mí, me pregunta con sorna si gastamos muchos lienzos. No sé si se refiere a lienzos de pintar o a sábanas, pero no digo nada. Pienso en cuándo volverá Juan. Abro el puño para ver qué me dio. Cáscaras de pipas.
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Hay una lectura en una especie de teatro romano, donde las gradas van creciendo hasta que me veo lejísimos del escenario. Carmen dice que no quiere leer, que prefiere irse bajo el naranjo con Enrique. Ya sabes, me dice. Y dicho esto, baja y se sienta a leer poemas. No se le oye nada porque el micrófono no funciona, pero escenifica los poemas. Pienso en lo guapa que es y en lo bien que escribe. Sobre la mesa hace pasar un tren de madera y después tira regaliz rojo al público. Me doy cuenta, entonces, de que casi todo el público son niños. Pienso que no puedo leerles mis poemas, que tendría que haber llevado los "Collages". Un chico que está a mi lado, como si pudiera leerme el pensamiento, me dice que no me preocupe, que en cuanto Carmen termine todos se irán y no tendré que bajar siquiera. Yo mismo he quedado después con una chica alemana, dice. Alguien me dice que me toca leer. Al ponerme en pie me doy cuenta de que he perdido los zapatos.