sobre hijos y tumbas

jueves, 24 enero 08. Joaquín Reyes y yo estamos sentados es el sofá del salón de casa de mis padres. Me enseña las fotos que lleva en la cartera. ¿Por qué llevas una foto de mi suegro?, le pregunto. Imposible, es mi padre, responde. Saco de mi cartera una foto de mi suegro y se la enseño. En ese momento entra un hombre acompañado de una pareja. Ahora que conocéis el secreto, tengo que casaros, dice. Nos ponemos de pie, frente a la tele y entre la pareja. Cuando el hombre nos pregunta eso de Aceptas como esposo..., no sabemos qué decir. La pareja responde por nosotros: Sí queremos.
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María Victoria Pérez, a la que no veo hace 35 años, viene a buscarme para salir a pasear. Hay que adelgazar, dice, aunque yo la veo tan delgada como siempre. Pasamos por solares donde los edificios están marcados en el suelo con pintura blanca, como en la película Dogville. Ella va diciendo: Aquí había un cine, allí una farmacia, etc. Pero que viejunas estamos, le digo y nos echamos a reír exageradamente. Tanto me río, que caigo en un agujero que han cavado en uno de los solares. La tierra a mi alrededor es blanda y negra. Estoy tumbada boca arriba y veo asomar su cabeza. Sigo riéndome mientras le digo: Mira, por fin he encontrado mi tumba.
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Estoy de visita en casa de Cova. Me cuenta que después de los dos partos el cuerpo le ha cambiado. Me desnudo y le muestro que yo también estoy bastante gorda, sólo que la ropa me hace parecer delgada. Pero al quitarme la ropa, veo que sólo tengo huesos y piel, así que me vuelto a vestir antes de que pueda mirarme. Entro en el cuarto de los niños. Están dormidos. Los sacamos de sus cunas y los ponemos sobre la moqueta para que jueguen. Mientras Cova persigue a Paula para darle de comer, yo le hago cosquillas a Gorka. Algo falla porque, según mis cálculos, Paula tiene unos siete años y Gorka cuatro. He viajado en el tiempo, pienso. No sé cómo voy a volver. En ese momento, como si Gorka leyera mis pensamientos, me agarra muy fuerte la mano y niega con la cabeza.
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Iker está asomado a una ventana que da a un pasillo encalado. Veo que una araña baja por su hilo. La cojo antes de que le caiga en la cabeza. Se la pongo en la palma de la mano, pero ahora es un caracol sin concha del tamaño de un gato.
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Estoy esperando a Alberto en la habitación de un hotel. Ha ido a por limonada. Mientras, Andrés me dice que suba al tejado porque los dueños del hotel nos van dejar caminar por las cornisas. Los dueños son tres ancianos que se mueven como auténticos profesionales del circo. Yo me agarro bien a las tejas y a los adornos de hierro para no caer. Andrés, Elisa y yo, conseguimos sentarnos a caballo en uno de los muros. Elisa dice que ha decidido tener otro hijo para pasar las dos bajas maternales juntas. Nos ponemos a buscar nombres. Elisa dice que el primero todavía no tiene. Pues entonces al primero deberías ponerle un nombre que hiciera juego con el del segundo, le digo. Mientras decimos nombres hago equilibrios para no caer. Me agarro a una lámpara, la rompo y los pedazos caen en la cabeza de los ancianos, que están unos metros por debajo de nosotros. Los tres ancianos miran al cielo como si fuera a llover. Yo disimulo abriendo un paraguas rosa de niña. Héctor aparece trepando el muro. No os mováis, dice y saca su cámara. Desde su perspectiva debo parecer la protagonista de "Los días felices" de Beckett, pienso. Después se sienta en el muro con nosotros y, mientras nos enseña su agenda, llena de anotaciones y dibujos, Andrés se lanza cabeza abajo desde la cornisa del edificio. Miramos cómo cae. Son unos veinte pisos. No te preocupes, le digo a Elisa, abajo hay un foso con agua. Lo tenía planeado, dice ella. Sí, he visto que hacía fotos con mi cámara según iba cayendo, añade Héctor. Elisa y yo bajamos a la puerta del hotel con toallas, para recibir a Andrés, pero quien llega es Francisco Ribera, el torero. Nos saluda y entra. Elisa no se ha dado cuenta porque sigue recitando nombres para sus hijos. Dime un nombre de niña, me dice. Celia. No, Celia no puede ser porque yo no soy tan guapa, dice. Le digo que es muy guapa, que no diga tonterías. Eso se te quita comiendo, le digo y la empujo dentro de un taxi. Desde el taxi vemos una exposición de fotos enormes al aire libre. En una de ellas aparece Hero, mi cuñado, ahogando a un mendigo con sus propias manos. Tenemos que hacer fotos de la exposición, se pondrá muy contento de ver que ya es famoso, digo. Llegamos al paseo marítimo, el taxista dice en portugués que son 2.80 euros. Obrigada, digo al cerrar la puerta.