jueves, 31 enero 08. Estoy en una cafetería con mis padres, mi tía Rosa y mis primos. Mi madre lleva una mascarilla y tiene la cara congestionada. Rosi, mi prima, separa las mesas sin fijarse en las tazas y platos que hay encima. Aunque procuro que nada se rompa, una empanada y unos dulces caen al suelo. Mis primos dicen que hay que tirarlo todo a la basura. No entiendo nada de lo que hacen, ni ellos ni mi madre, pero no hago comentarios y me entretengo mirando el paisaje. Frente a la cafetería hay una tienda, en el escaparate un teléfono con forma de langosta sobre la que toma el sol una muñeca rubia vestida de hawaiana. Quiero ese teléfono para mi cuarto, digo a mi madre. Ella sigue absorta en su congestión. Desde el cielo veo caer dos Madelman en paracaídas. Le pregunto a mi primo Francesco si aún conserva los suyos. No. Mi preferido era el esquimal, le digo para entablar conversación. Nada. Miro debajo de la mesa y veo a las dos hijas de mi prima. Me abrazan y me dan besos. Una de ellas me dice al oído: Sabemos qué mote te han puesto.
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Me despierto en una casa que no es la mía. Dos niños juegan a echarse carreras por un pasillo larguísimo. Todo está desordenado, con ropa y juguetes tirados por el suelo. Si mi madre me hubiese comprado el teléfono-langosta, ahora podría llamar a alguien y me sacarían de aquí, pienso.
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Me despierto en una casa que no es la mía. Dos niños juegan a echarse carreras por un pasillo larguísimo. Todo está desordenado, con ropa y juguetes tirados por el suelo. Si mi madre me hubiese comprado el teléfono-langosta, ahora podría llamar a alguien y me sacarían de aquí, pienso.