viernes, 21 enero 2022. A ratos estamos comiendo en una plaza en cuesta, a ratos en la cocina de casa. Dejé unas judías al fuego y cuando vuelvo no están. Las veo colgadas como estalactitas de la campana, las paredes y el techo. No comprendo que nadie haya hecho nada. Mi suegra y mi cuñada están allí, a lo suyo. No me enfado, me pongo inmensamente triste. Carmen se acerca, intenta consolarme. De repente en la plaza. Mi suegra dice que quiere que juguemos a piola porque lo soñó esa noche. Han preparado unas pizzas con base de lasaña que sabe a rayos. Me alegro de que dejemos las mesas porque la comida da asco. ¿Vosotros no coméis?, pregunto a mi sobrino y su amigo Santi que tienen la mesa vacía. No responden. Mi sobrina me mira y leo en sus ojos: por eso no como y sólo bebo vodka. Escupo el bocado que llevo en la boca. La comida malísima, demasiadas capas, dice Alberto.
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Voy en un bus. No conozco a nadie. Se supone que Alberto me ha apuntado a un viaje. Llegamos a un hotel para guiris. La primera en aparecer es mi maleta: una mochila naranja que, aunque no he visto antes, lleva mi nombre. No discuto. La fila comienza ahí, señala el conductor. En el suelo hay una cuartilla recién arrancada de una libreta donde alguien ha escrito con muy ala letra: fila. Sobre la cuartilla han puesto una naranja para que no se vuele. Pongo los ojos en blanco pensando en lo que me espera. Como era de esperar, la chica de recepción (una mesa plegable de playa) dice que mi nombre no aparece, que si recuerdo si fue su compañera quien me tomó la reserva. Sí, le digo para acabar con cuanto antes. se supone que ya estamos todos dentro. Me asomo a un balcón. Hay guiris, sobre todo mujeres muy gordas, en la piscina. Una de ellas salta desde una barandilla. Ea, ya podrá contar cuando vuelva a su país que ha hecho balconing. Dos chicos que hay a mi lado se ríen. Pienso que al menos he encontrado a alguien con sentido del humor. Nos llaman para comer. Nos miramos, nos reímos nerviosos temiendo lo peor.