esmeraldas con superpoderes y otras cosas que brillan


martes, 31 julio 2012. Se supone que es fin de año. Abro la puerta del que era mi cuarto y veo a mi abuelo Manuel despiéndose de mi padre, lo besa en la boca. Los miro asombrada. El abuelo dice que no nos besa a todos porque tiene prisa. Me alegro. Pienso que yo tampoco tengo mucho tiempo: quiero darle una sorpresa a Juan, ir a verlo, felicitarlo y volver a casa antes de las doce. Mi madre está ilusionada, quiere que me ponga unos pendientes enormes con esmeraldas y diamantes que no sé de dónde han salido. Me los pone, me llegan a los hombros. Sé que no seré capaz de llevar algo así, pero no sé cómo decírselo. No hay luz en las calles, le digo al fin, pueden robármelos. ¡Oh, es verdad!, dice con gestos exagerados, casi cómicos. Es una pena, porque tienen superpoderes, dice cuando se los devuelvo. Efectivamente, noto que el pelo me brilla muchísimo. Muevo la cabeza, tengo una melena de anuncio de champú. Pienso que debo darme prisa, que en estos casos el efecto suele acabar a las doce. También pienso que si Juan ve mi nueva melena y al día siguiente vuelvo a ser yo, se decepcionará y será peor. Mientras decido ante el espejo si voy o no voy a verlo, va pasando el tiempo.
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Parece un aula de colegio, sin mesas ni sillas, pero se supone que es nuestra casa. En el centro hay un muro bajo que hace de cocina americana. Tiene puertas correderas de madera. Quizá acabamos de mudarnos porque no hay muebles, ni cortinas. Todo está pintado en blanco. Los ventanales tienen persianas venecianas verdosas. Lo miro todo con cierta pena. La luz es mala, dice Alberto. Sí, al menos las vistas son buenas, le digo. Por la ventana sólo se ven eucaliptos. Tres tipos abren la puerta de repente. Ya están aquí, dice Alberto con resignación. Uno de ellos es Juano. Al parecer cada cual tiene su misión: Uno busca cosas que hagan ruido al romperse, otro las rompe, y Juano va narrando lo que hacen. Pienso que si es una performance no tiene ninguna gracia. Rompen varios platos, varias tazas. Buscan botellas. Alberto me guiña, como diciendo que las escondió bien. Juano se da cuenta, me dice que no romperán ninguna botella de vino pero a cambio le diga dónde están las de tónica. Señalo el cesto del reciclaje. Juano sonríe, convence a sus amigos de que rompan las botellas vacías, lo narra meticulosamente y se van. La habitación queda llena de cristales rotos que brillan exageradamente en el suelo. La luz sigue siendo mala, dice Alberto.