lunes, 16 julio 2012. Llego a la casa de mis padres, mi madre dice que tengo visita. La hija mayor de Chivite acaba de llegar de viaje, lleva pijama y bebe un tazón de leche. Hablamos de ciudades, le pregunto por Nepal, por Buenos Aires. Dice que Buenos Aires no le gustó y que nadie la comprende cuando lo dice. De repente me parece estar una calle de Buenos Aires, llena de gente y de tráfico ruidoso. Camino muy rápido a pesar de llevar unos tacones altísimos. No sé qué hago allí, pienso que quizá pueda volver a casa a través de una tienda de discos. Las escaleras mecánicas son rodillos con púas de goma a las que hay que agarrarse para no caer. Le pregunto a una chica por la sección de música clásica. Llevas a Scriabin en una chapa, me dice. Le respondo que sí, que es Scriabin para poder marcharme cuanto antes (aunque el de la chapa es Peano). Me indica cómo salir de allí. Aparezco de nuevo en casa. Hay un chico de unos 20 años idéntico a Chivite. Me habla de su nueva impresora, de que las fotos se borran a los pocos días y está desesperado. No hay manera de conservar nada, dice. Le cuento que he descubierto un modo de conservar los recuerdos convirtiéndolos en gelatina, voy a la cocina y cuando vuelvo, el chico vuelve a ser la hija. ¿Ves esto?, le digo enseñándole una bolsita con gelatina rosa congelada. ¿Te enfadarías mucho si te dijera que he conseguido colorear y congelar la respiración de tu padre?, le pregunto. ¡Cómo voy a enfadarme!, ¡Yo habría hecho lo mismo!, dice entusiasmada.